30 septiembre 2005

Irrealidad de oro

Refunfuñaba mi tía abuela cada vez que comparecía en el salón de casa la presentadora del pelo cardado a través de aquella “Vanguard” en color. No sólo ella; también cualquiera que pasara por allí y contara más de veintitrés o veinticuatro años: “¡Mira esta...! ¡Estos modernos...!”.

Teniendo en cuenta que a otros niños, aún mayores que yo, no se les permitía ver ni “La bola de cristal” ni el programa de Paloma Chamorro, diría que me siento afortunado, sobre todo si valoramos el hecho de que en casa se cambiaba de canal en el momento en el que aparecía media teta en pantalla. No quiero desviarme de lo importante, pero recuerdo con una mezcla de ternura e indignación la barrera que formó mi abuela con su cuerpo para impedirme seguir una escena de “El nombre de la Rosa”, aquella en la que el novicio Adso de Melk era tentado por la campesina que merodeaba cerca de la abadía.

A mí me gustaba el programa. Me llamaba la atención esa gente que en casa llamaban pankis o punkis. Mis favoritos eran Alaska y Dinarama, aunque, con seis años, pensaba que Dinarama era el tipo alto y elegante que ponía el contrapunto a la voz grave de Olvido Gara... Carlos Dinarama lo llamaba yo y, cuando tuviera un grupo de mayor, quería ser como él y tener una novia como la suya, como Alaska.

Pero La edad de oro no causaba controversia sólo en mi casa. Algunos periódicos, y más de un diputado de luces cortas, cargaban contra una emisión demasiado arriesgada y vanguardista para, bajo su parecer, una televisión pública, una televisión de todos, dirigida entonces por el vituperado Calviño. No hay que ser un hacha para advertir que esas voces no están nada lejos de las que, no hace mucho, se felicitaban con entusiasmo por los valores (¡hugh!) transmitidos por ese ridículo programa-certamen-concurso de salto a la fama que, justamente este año, ha encontrado su hueco natural en la parrilla de una televisión privada.

Paloma Chamorro, según cuenta Rafa Cervera en su magnífico libro “Alaska y otras historias de la movida”, acabó la aventura con pesadillas judiciales y siendo víctima del síndrome del profesional quemado. En otro libro sobre la época, “Sólo se vive una vez”, obra de José Luis Gallero, las respuestas de la ex presentadora al autor reflejan abruptamente el sufrimiento, hastío y desengaño que conllevó, sin esperarlo la capitanía del programa.

Ahora, TVE recupera, en 13 programas antológicos, parte de la historia. A una hora intempestiva, eso sí, no sea que alguien se escandalice. Será porque han cambiado los tiempos y una emisión de estas características, hoy por hoy, me resulta impensable; de la misma manera que estimaría poco probable que un grupo fuera capaz, en estos tiempos de encorsetada corrección política, de hacer canciones como Ayatollah (no me toques la pirola) o La mataré.

El programa de ayer fue dedicado a Kaka de luxe, que, con su aparición en 1977, es considerada la agrupación seminal de la movida madrileña. Sus ex miembros fueron invitados al programa seis años después. Para entonces, entre ellos no había demasiada química, y la entrevista causa una suerte de incomodidad ajena. Fernando Márquez “El Zurdo” definía la experiencia como la más maravillosa de su vida; Enrique Sierra, simplemente como algo importante; Manolo Campoamor, muy dolido por su brusca expulsión de Alaska y los pegamoides, y vestido de un blanco inmaculado, nada más que para molestar (estamos en plena onda siniestra) miraba para el suelo como un niño ofendido para decir que ya no le interesaba la música; Alaska y Nacho afirmaban, en un tono irritante, no recordar nada de la época, en el primer quiebro a la historia que se les recuerda; Carlos, por su parte, aseguraba con su habitual encanto y saber estar, no haber superado aún su patológica timidez. De Kaka de Luxe brotaron Radio Futura, Parálisis Permanente, La Mode y, claro, Alaska y Dinarama.

En el programa antológico del miércoles por la noche, pudimos disfrutar de unos pletóricos Radio Futura interpretando “La estatua del jardín botánico” y “Escuela de calor”, dos temas que, da vértigo pensarlo, en aquel momento no habían alcanzado la categoría de clásicos de la que gozan hoy.

Como tampoco se ubicaba dentro de esa jerarquía el arabesco lírico que "El Zurdo" había protagonizado con “Para ti”, el mayor éxito de una carrera poco valorada que encontró su mayor fortuna en la etapa en que lideró La Mode.

Entre tanto, Guillermo Pérez Villalta, que pasaba por allí (¿de verdad nos imaginamos algo así hoy en día?) argumentaba sobre la influencia de Kaka de Luxe en su pintura.

Sin embargo, en mitad de la fiesta se había colado un elemento trágico insoslayable que marcó el estreno de las emisiones de La edad de oro: con sólo veinte años de edad, Eduardo Benavente había encontrado la muerte en el interior de un Seat Ronda días antes de la puesta de largo del programa. Eduardo era el alma de Parálisis Permanente (donde también participaba Nacho Canut) y debía también haber actuado aquella noche. Como homenaje, Paloma Chamorro ofreció un par de temas que la banda había grabado para el programa piloto.

Retazos de historia de los que podremos disfrutar durante las próximas semanas. Miércoles por la noche. Abónense.

Isaac Lobatón

22 septiembre 2005

Languidez edulcorada


Marlango presentaron el martes su segundo trabajo en el forum de la Fnac-Callao.

Son muchas las dudas que surgen tras volver a presenciar su directo, casi un año después -el 21 de octubre pasado, cuando en La Riviera dieron toda la sensación de tener un potencial enorme en disco, y una alarmante falta de aptitud para el vivo-.

La primera pregunta que me asalta es el por qué Marlango es calificado como "oscuro", cuando elaboran música perfecta para una tarde de otoño, una de tantas en las que te puedes encontrar relajadamente en una terraza de La Latina y, al atardecer, concluyes que hace frío, que con la chaquetilla de entretiempo no tienes suficiente y decides, bien entrar al café, bien cambiar de bar, mientras ves pasear a las chicas vestidas de otoño, con sus pañuelos anudados al cuello y, si tienes suerte, con gorras, abrigos intempestivos y hasta sombreros (qué grande es el otoño).

O para una tarde de finales de noviembre, donde en la gran ciudad aparezcan copos de nieve cohibidos por el gran champiñón de la polución; y, claro, para un fin de semana donde se esté disfrutando del crepitar del fuego en una chimenea de alguna casa rural.

Parece tópico, y probablemente ya lo haya leído en algún sitio, pero Marlango es como una de esas bolas con líquido, que se agitan al revés para que caiga purpurina hacia abajo envolviendo algún testigo monumental urbano, una puerta de Alcalá, un Sacre Coeur, la catedral de Colonia...

Yo creo que eso no es ser oscuro. Yo creo que eso es ser bello, en todo caso; hasta pompier si me apuran, pero nunca oscuro.

A ello hay que sumar un segundo factor. Leonor Watling, mal que le pese, carga con mucha más responsabilidad de la que, supongo, a ella misma le gustaría. Quiere decir que la imagen de Marlango se cimienta sobre una pose naïf, pura, aniñada, blanca (no oscura) que es, en gran medida, responsable de su éxito.

No quiero extenderme mucho, porque espero volver a verlos en otro concierto un poco más largo, valga la redundancia, pero creo que explotar su natural potencial de la manera en que lo vienen haciendo es matar la gallina de los huevos de oro. Esto es, si Leonor es virginal, ingenua y fresca, ¿por qué empeñarse a toda costa en hacer de sus conciertos un encuentro para amigos, donde el buen rollito no sea una circunstancia, sino una premisa? ¿Por qué hacer de la espontaneidad escénica no un valor, sino una norma de obligado cumplimiento? ¿Por qué ese esfuerzo continuo para demostrar la naturaleza auténtica y no relamida de su pose y de sus composiciones? Excusatio non petita...

Leonor nos gustá. ¿A quién no? Canta fantásticamente bien, y elabora letras bastante decentes. Lo que nos saca de quicio es esa actitud de afectada candidez que la acompaña en los escenarios (musicales): “Me da vergüenza estar aquí”; “En realidad canto muy mal, pero vosotros me veis con buenos ojos”. Y mira que algunas canciones de Marlango dan para algún ejercicio coreográfico de mujer fatal (¿no había estudiado también ballet clásico?), pero cada cual es libre de elegir la imagen que desea le acompañe en su carrera musical.

El segundo disco, tras un par de escuchas en el coche, parece estar a la altura del primero, lo cual ya es mucho. Es muchísimo. Lo que uno no alcanza a comprender es esa promesa que leí en algún sitio: "Seremos más duros"... pero si no hace falta... cada uno es como es. Y Marlango no son duros, son unos pie tiernos. Maravillosos, sí, pero pie tiernos, con muchos hervores por delante para pasar a la historia y llegar a ser algo más que un grupo que saca discos hermosísimos, que ya es mucho. Es muchísimo.

Isaac Lobatón

19 septiembre 2005

El brillo de la melancolía: Pasear por La Costa Brava


Las primeras veces que uno escucha a La Costa Brava se deja invadir por la sensación de que está disfrutando de un grupo simplemente divertido, superficial, frívolo, eso sí, con unas letras “irónicas”, muy trabajadas. Uno de tantos que ha entretenido nuestros días bajos desde que el indie es indie en nuestro país. Esa primera percepción es lógica, ya que suele darse en un entorno donde unos cuantos amigos se reúnen para tomar copas, discutir e informarse de las últimas novedades musicales

Puede darse el afortunado caso de que te quedes prendado de alguna de las melodías que acompañan esas letras “irónicas”. Entonces pides un disco prestado o, en el mejor de los casos, te lo compras, que caros, caros, no son.

Entonces es cuando empiezas a dudar de todo. Al principio, sí, ves un cuerpo uniforme, donde a unas melodías asentadas en la mejor tradición del pop (de Beach Boys a Los Brincos) se yuxtaponen unas letras inteligentes y punzantes, pero el valor de la ironía ya no se ve tan claro. Más bien impera el de un amargo realismo, realismo que ahonda, a veces, en las frustraciones más asumidas, más interiorizadas y, al mismo tiempo, en las más cotidianas.

Son cosas que ya se han dicho de ellos, pero al fin y al cabo uno no escribe aquí para forrarse: Amores de verano, amores de fines de semana, amores de un día, amores que se creen para siempre, amores quiméricos o, por variar, los esquemas mentales del que no sabe muy bien si sentirse sobrado o falto de fuerzas para afrontar los retos vitales.

La grandeza de LCB viene dada por el hecho de que la parte lírica es complementada por unas líneas melódicas fundamentales para la consolidación de la idea que, a mi entender, maneja el grupo como básica: la nostalgia no necesariamente ha de traducirse como afligida remembranza del pasado, sino que, antes al contrario, muchas veces se constituye como fruto de la angustiosa sensación de carencia que ocasiona lo inaprensible del presente.

Una vez asumida esta cruda pirueta estética, la disyuntiva de la que siempre tratamos de escapar, la constante pugna entre el disfrute de ese presente y las consecuencias ulteriores del mismo, nos veremos en las mejores condiciones para disfrutar del trabajo de LCB: Veremos pasar a nuestro lado a las pijas de nuestra ciudad sin que reparen lo más mínimo en nuestra presencia, pero felices del mero hecho de cruzarnos con ellas; nos llenará de vida el hecho de ser demasiado mayores como para asentar una relación que rozaría lo incestuoso; echaremos de menos a alguien que nos quería, pero que era demasiado bueno para nosotros; nos engañaremos con frases de autocomplacencia destinadas a creernos superiores a cualquier dificultad; nos invadirá la intuición del final de una carrera sentimental; el agradecimiento sincero a quien nos quiso sin que mediara para ello la naturaleza cognaticia del amor; soñaremos con que una estrella mediática se fije en nosotros y nos haga reyes, por un día o por unas horas...

Pero el mayor sueño es apurar al máximo el verano, entendido como ideal máximo de felicidad, hedonismo y despreocupación, y como algo que siempre está ahí, a nuestro alcance, aunque las ventanas y los ojos estén empañados, para afrontar firme y sobradamente la llegada inesperada del invierno.

Las circunstancias de la vida hacen que todos estos parámetros se den, incluso, en el propio plano físico del grupo: diferentes ciudades, dificultades para ensayar y para grabar, cinco discos en dos años...

LCB conforman por sí mismos un manual de pop, un paradigma del equilibrio entre lo efímero y lo permanente, entre lo utilitario y la excelencia, entre la concreta inmediatez y la inasible eternidad. Por eso no puedo seguir escribiendo, aunque me quedo corto, porque tendría que tirar de bibliografía, y entonces el discurso abultaría demasiado en un blog que, después de todo, sólo leen mis padres y cuatro amigos más.


Te imagino en traje de baño
sentada sobre una toalla
y me fabrico otro recuerdo perfecto


Isaac Lobatón

11 septiembre 2005

Rambo y Felicia: diferentes tipos de plomo


A menudo la gente me pregunta extrañada si no he tenido infancia. Una vez, en una piscina pregunté qué era eso de “hacer la bomba” (en mi defensa he de decir que soy del litoral; rara vez frecuenté las piscinas); nunca fui muy aficionado a las chucherías, así que la mayor parte de las veces los tecnicismos dulceros me pillan totalmente fuera de juego; y, por supuesto, yo entonces era pacífico, lo que me llevaba a apartarme y a despreciar cualquier película de esas de las que hablaban constantemente en el patio del colegio, como Rambo, Rocky y otras manifestaciones cinematográficas americanas que en los ochenta por poco alcanzan la categoría de clásicas.

Debe ser que con la edad uno aprende a relativizar todas las cosas. La primera película de acción-acción que vi en mi vida, con dieciséis años, fue Speed, un pequeño bodrio protagonizado por el errático Keanu Reeves y Sandra Bullock. Me pareció divertidísima, pero en el sentido cómico. Ahora bien, ni paciencia ni bolsillo para soportar muchas más.

Lo malo es que estas películas forman parte de nuestra vida. La gente habla de ellas, y en mi última adolescencia, y a veces aún ahora, escenificar con los amigos escenas de Rambo, Top Gun y otras bazofias semejantes, era un pasatiempo recurrente. Incluso en nuestro lenguaje se quedó para siempre, sobre la base del sentido del humor, un vocativo como “Johnny”:
“¿Qué harás esta noche, Johnny?” .

Cada vez que ponen alguna en la tele, hago un esfuerzo por intentar verlas. La verdad es que, incluso para el que le gustaran entonces, vistas hoy, resultan ridículamente cómicas. Un soldado antisistema que no siente el cariño de sus mandos ni del pueblo por el que daría la vida; entonces, claro, se rebela, es un rebelde, un rebelde con causa... muy tierno todo en el fondo, ¿no? Cuando empezó Rambo anoche, lo tomé desde ese punto de vista, y me dispuse cómodamente con un poco de vino cerca. Creo que aguanté diez minutos. La seguí de fondo mientras navegaba por la internet. Si hay que ver una comedia, francamente, yo prefiero a los Hermanos Marx.

Cuando me iba a acostar, haciendo otro zapeo, vi una película con subtítulos. A las 2 y en La2, todos los sábados proyectan una película de Eric Rohmer desde hace varias semanas. Normalmente, los sábados se sale, por lo que es difícil verlas, y de programar el vídeo hay que acordarse. En esta ocasión era “Cuento de invierno”, cuya historia narra otro tipo de rebeldía, la de una joven que se niega a hacer algo estable y definitivo de sus relaciones con hombres a los que quiere pero no ama. La actitud de la chica resultaba irritante a lo largo del metraje; continuos cambios de opinión, de domicilio, de ciudad... pero su constancia la lleva a salirse con la suya cuando se encuentra en el autobús con el padre de su accidental hija, al que no había vuelto a ver desde la concepción de la pequeña.

Dos cines diferentes para dos ópticas diferentes. Los incondicionales de uno y de otro, tacharán al contrario de irreal. Pero, ¿es que el cine debe ser real?

Isaac Lobatón