15 febrero 2007

Refresco de naranja: Cuando el (Verbo) Pop se hace carne

Antes de nada, sugiero que al pinchar este enlace se minimice la ventana y sólamente se escuche el sonido del vídeo sin las imágenes. Y pido disculpas por no ser lo suficientemente hábil para colgar el vídeo directamente aquí, pero la versión beta de blogger me trae frito.




Algunas veces, muy pocas, se dan casualidades afortunadas en el campo creativo. De vez en cuando, de un partido de fútbol en la playa, que nadie ve salvo los que están jugando, surge una jugada propia del mejor Ronaldinho; en un taller de escritura, se tira a la papelera un relato corto que, de haber tenido mejor fin, podría haber optado a algún premio cuantioso.

Saber cuántas creaciones impagables han quedado desechadas en los locales de ensayo o en los certámenes literarios que se organizan entre los colegiales por los días de la provincia o de la comunidad autónoma es, sencillamente, imposible. Aunque tuviésemos acceso a un imaginario archivo de todo lo creado desde la mera (?) afición o divertimento, es claro que, en este caso, el bosque no nos dejaría distinguir el árbol.

De lo que podemos estar seguros es de una cosa: cualquier ensayo o ejercicio está exento de la presión de una obra de arte oficial, de aquella que se va a presentar al ingrato y exigente público. De ahi el fetichismo entre los seguidores más acérrimos de cualquier grupo por conseguir discos y vídeos procedentes de las sesiones de estudio. Lo que sucede cuando adquirimos o nos hacemos con algún material de este tipo es de sobra conocido: resulta aburrido y cansino, y es cuestión más de investigador que de fan.

Imaginen por el contrario que, en un concurso de villancicos, la clase de 8º B interpreta uno que les resulta especialmente simpático. Imaginen más: la tonada en cuestión no es un villancico al uso, sino una canción de temática navideña pero de base electropop, un experimento arriesgado que, primero, desconcierta al público, pero después lo cautiva, divierte e incluso enfervoriza.

Pues bien, ello existe, y se materializó las pasadas navidades durante el concurso de villancicos del Colegio Mayor de Olabidea, en la Universidad de Navarra.

Al margen de consideraciones políticas o sociales en las que yo -a no ser que alguien escriba algún comment destinado exclusivamente a tocar los huevos- no voy a entrar, es útil, a la hora de visionar este vídeo tratar de desprenderse de cualquier prejuicio y dejarse sorprender por la melodía e, incluso una vez escuchada ésta, por la coreografía. Si sugería al principio escuchar sólo el vídeo lo hacía por si, alguno de ustedes, en un arrebato de luzcortismo de esos que todos tenemos, se dejaba llevar por esos prejuicios a la hora de saborear este relato pop.

Una vez aclarado este punto, paso a enumerar los efectos de la escucha por orden de aparición:
- Aturdimiento.
- Descontrol.
- Sorpresa.
- Sonrisa.
- Movimiento rítmico de la cabeza.
- Carcajada.
- Prisa porque llegue el estribillo de nuevo.
- Expectación.
- Seguridad de que se encuentra uno ante una perla pop -y nunca esta expresión fue tan bien traida-.

Recuerdo hace unos meses cuando Fran Fernández se mostraba preocupado porque estaba empeñado
en hacer un villancico. No es exactamente su estilo, pero sí podría decirse que esta tonadilla podría atribuirse perfectamente a algún grupo de la factoría
Austrohungaro.

Los ingredientes son bien sencillos: una historia clásica donde una pastorcilla narra su visita al portal para llevar las consiguientes ofrendas al recién nacido. El imaginario, también clásico, conformado por Virgen, San José, Niño, estrella, animales de granja o la propia pastorcilla. Si al clasicismo se le inyecta una dosis -basta con unas gotas- de surrealismo, contamos con uno de los visados que permiten viajar hacia el país del Pop con mayúsculas; el mismo lugar donde Carlos Berlanga,
Guille Milkyway y Warhol cabalgan juntos. La fórmula farmacológica viene dada por una sola palabra: "Naranja". Parece sencillo, pero no lo es; a veces es cuestión de suerte el dar o no con esa tecla -como en el presente caso- pero cuando se toca no hay dudas: Es pop, señoras y señores. Y sencillamente por añadir al elemento clásico, oveja, una cualidad imposible como es el color naranja -tonalidad claramente referente en el Pop, por otra parte-.

A este feliz ejercicio hay que añadir dos notas más. La primera y principal el afortunadísimo acompañamiento melódico de la idea, especialmente en la estrofa y en su parte final. Con una sola escucha, estaremos repitiendo toda la tarde el dichoso -qué bien traido también- villancico. La base electropop es modélica, y el arreglo final in crescendo memorable.

El número se completa con una coreografía algo más afectada, pero que sirve de lazo, rojo esta vez, para cerrar el círculo perfecto de una canción que, con otra temática, habría puesto el listón de temas eurovisionables más que alto.

¿Cuándo tendrán un poco de luces los responsables de esta cuestión, hablando de todo un poco?

Isaac Lobatón

P.D. Aprovecho la ocasión, claro, para saludar a mis amigos forales.

08 febrero 2007

¡Esto es carnaval! ¡Y éste es subnormal!

Los carnavales de Tenerife, en los que no he tenido nunca el (dis) gusto de estar, siempre me parecieron ridículos comparados con los de Cádiz, la ciudad donde nací, crecí y he vuelto ahora, aun sin ser un fanático de éstos.


De todos modos, creo que las grandes fiestas de las ciudades han ido perdiendo su verdadera esencia gracias a nosotros, los jóvenes, quienes hemos pasado del motivo por el cual bebíamos para ir directamente al grano, a beber, a emborracharnos.

Para la mayor parte de la población comprendida entre los catorce y los treinta y cinco años, tanto da estar en los Sanfermines, las Fallas de Valencia, el Descenso del Sella, o los propios carnavales de Cádiz. Bueno, sí, puede variar un poco la indumentaria o la hora del día en que se beba, pero no mucho más.

Ya que estoy en mi blog, no me voy a cortar a la hora de decir que, no obstante, gracias a esta generalizada actitud de la generación a la que pertenezco, me aburren la mayoría de estas fiestas y al final, o me voy con los mayores -quienes suelen tener siempre, por ortodoxía respecto a la fiesta, un plan más interesante- o me voy a mi casa, porque para estar bebiendo en una esquina sin parar ya se me pasó la edad, pero no ahora, sino hace muchos años.

De ahí a pensar en prohibirlas va un trecho, claro está, pero no exagero cuando utilizo la palabra "prohibir":

Un juez canario ha decidido suspender cautelarmente las fiestas del carnaval de Tenerife porque el ruido molesta a los vecinos.

Es la noticia más difícil de comentar que me he encontrado en mi vida. No sé qué más se puede añadir ante subnormalidad semejante. Subnormalidad por parte de los vecinos, desde luego. Subnormalidad por parte del juez, quien trata de medir el ruido ocasionado por las fiestas tinerfeñas con los parámetros cotidianos de decibelios.

¿Alguien se imagina que se diera lo mismo en Pamplona, en Valencia, en Sevilla durante la Feria de Abril (aunque aquí ya están poniendo coto a las cacas de caballo; todo es contagioso) o en Benicàssim durante las fechas del festival?

Tampoco es la primera vez que un conjunto de vecinos rompe con la idiosincrasia propia de un lugar. En Cádiz, una ciudad costera con un clima estival envidiable, los vecinos del Paseo Marítimo han conseguido este año hacer de una sola calle un lugar con un sistema normativo distinto al del resto de la ciudad; mientras los bares de copas son castigados con ordenanzas municipales casi vejatorias, a pocos metros más de diez mil "jóvenes" arman todos los días un escándalo tremendo con los botellones.

(Y es que yo creo que no hay peor mal que una asociación de vecinos. Bueno, sí... una asociación de padres. O, peor aún, una asociación de asociaciones de padres, que existen; se llaman FLAPAS, creo, y son, junto a hordas de psicólogos iluminados y maestros de E.G.B. resentidos, los responsables de que el sistema educativo se haya transformado en el mayor despropósito de la historia de la democracia. Después están las asociaciones de usuarios, gracias a las cuales subieron, primero, los párkings subterráneos, y ahora las tarifas de los móviles. ¡Qué chicos! Son tan listos... A ver qué es lo próximo que se les ocurre).

En otra ocasión, visioné asombrado en un telediario la denuncia de una comunidad de propietarios (otros que tal bailan) contra un convento del que molestaban los cánticos. Cosas del estado laico (1), supongo: Si somos laicos nos molestan los cánticos místicos, es lógico; superlógico, incluso.

Y eso sí, somos laicos, pero prohibimos de todo. Estoy hasta las narices de la ministra de sanidad, Elena Salgado.

¿Por qué los partidos no dejan de hablar de territorialidad, autodeterminación y ostias y se dedican a hablar de nuestra, cada vez más complicada, vida cotidiana? ¿Dónde están los pensadores e intelectuales "de izquierdas" cuando se trata de decir algo un poco menos previsible que un "no a la guerra"?

Me considero una víctima del sistema. Dejé de fumar el ocho de enero de 2006, visto que iba a ser cada vez más difícil, una especie de desafío que no estaba dispuesto a llevar a cabo para transfomar un placer en reto. Dejé de ocupar las plazas de fumadores en restaurantes, convertidas, ahora sí, en fumaderos insoportables. Dejé de hacer la sobremesa que me apetecía porque uno o varios de mis compañeros de mesa querían ir "a un sitio donde se pueda fumar". Dejé de tomar una caña en la puerta de la cervecería porque la policía local venía y multaba a los propietarios del bar. Dejé de tomarme una copa en la calle en las noches de verano en mi bar favorito mientras los niños de quince años lo hacían en vasos de plástico. Dejé de coger el coche al ir a cenar y a tomar una copa luego porque me convertía en un potencial asesino.

Podría seguir hasta el infinito.

No quiero que beber vino sea como meterse una raya de farlopa.

No quiero dejar de hacer lo que me dé la gana, siempre respetando los derechos de mi prójimo.

No quiero que prohiban las corridas de toros. Ni tampoco la suerte suprema.

No quiero dejar de llamar subnormal a quien crea que lo merece.

No quiero que se carguen las tertulias en torno al vino.

No quiero que prohiban la tamborrada de San Sebastián, ni la de Calanda.

No quiero que prohiban las palabrotas que utilizan las agrupaciones del carnaval de Cádiz, aunque a veces yo mismo piense que sobren. Puestos a prohibir, insultan mucho más Federico Jiménez o Jorge Javier Vázquez.

No quiero que hagan con el vino lo mismo que con el tabaco.

No quiero que nadie me mire raro cuando diga negro, maricón o sudaca (según en qué contextos, claro está) porque no soy ni racista ni homófobo. Antes al contrario, quiero tener derecho a calificar de subnormal y de paranoico al que, en un momento dado, me malinterprete.

No quiero dejar de hacer la vida que he hecho hasta ahora, la vida propia de un país mediterráneo, donde el savoir vivre ha constituido, hasta el momento, un bien de transmisión genética.

No quiero dejar de beber vino.

No pienso dejar de hacer ninguna de estas cosas. Y si no, me iré del país.


Tantos años oyendo hablar de la invasión de la corrección política, de la manera estúpida, hipócrita y bipolar de discurrir de los yanquis... y resulta que prentendemos alcanzarlos con botas de siete leguas. Y precisamente ahora, que gobierna un partido presuntamente acorde a los valores de "la vieja Europa".

Pero... ¿quieren dejar de hablar de terrorismo de una vez? ¿Es que nadie va a hacerme caso?

(1) Un estado es laico cuando prescinde de cualquier confesion religiosa, y aconfesional cuando no existe ninguna religión oficial del estado o, en la práctica, cuando el poder terrenal y el celestial están separados, sin que ello deba suponer una marginacion de las personas que practiquen cualquier religión, incluida la católica -que yo no practico-. España, en contra de una creencia cada vez más extendida, está definida como estado aconfesional, no laico. Dentro del grupo de reformas constitucionales que se barajan para el final de esta legislatura no está contemplado el cambio de definición del Estado en este sentido.

Iosu Pongo, firma invitada
Dedicado a Groucho.