11 septiembre 2005

Rambo y Felicia: diferentes tipos de plomo


A menudo la gente me pregunta extrañada si no he tenido infancia. Una vez, en una piscina pregunté qué era eso de “hacer la bomba” (en mi defensa he de decir que soy del litoral; rara vez frecuenté las piscinas); nunca fui muy aficionado a las chucherías, así que la mayor parte de las veces los tecnicismos dulceros me pillan totalmente fuera de juego; y, por supuesto, yo entonces era pacífico, lo que me llevaba a apartarme y a despreciar cualquier película de esas de las que hablaban constantemente en el patio del colegio, como Rambo, Rocky y otras manifestaciones cinematográficas americanas que en los ochenta por poco alcanzan la categoría de clásicas.

Debe ser que con la edad uno aprende a relativizar todas las cosas. La primera película de acción-acción que vi en mi vida, con dieciséis años, fue Speed, un pequeño bodrio protagonizado por el errático Keanu Reeves y Sandra Bullock. Me pareció divertidísima, pero en el sentido cómico. Ahora bien, ni paciencia ni bolsillo para soportar muchas más.

Lo malo es que estas películas forman parte de nuestra vida. La gente habla de ellas, y en mi última adolescencia, y a veces aún ahora, escenificar con los amigos escenas de Rambo, Top Gun y otras bazofias semejantes, era un pasatiempo recurrente. Incluso en nuestro lenguaje se quedó para siempre, sobre la base del sentido del humor, un vocativo como “Johnny”:
“¿Qué harás esta noche, Johnny?” .

Cada vez que ponen alguna en la tele, hago un esfuerzo por intentar verlas. La verdad es que, incluso para el que le gustaran entonces, vistas hoy, resultan ridículamente cómicas. Un soldado antisistema que no siente el cariño de sus mandos ni del pueblo por el que daría la vida; entonces, claro, se rebela, es un rebelde, un rebelde con causa... muy tierno todo en el fondo, ¿no? Cuando empezó Rambo anoche, lo tomé desde ese punto de vista, y me dispuse cómodamente con un poco de vino cerca. Creo que aguanté diez minutos. La seguí de fondo mientras navegaba por la internet. Si hay que ver una comedia, francamente, yo prefiero a los Hermanos Marx.

Cuando me iba a acostar, haciendo otro zapeo, vi una película con subtítulos. A las 2 y en La2, todos los sábados proyectan una película de Eric Rohmer desde hace varias semanas. Normalmente, los sábados se sale, por lo que es difícil verlas, y de programar el vídeo hay que acordarse. En esta ocasión era “Cuento de invierno”, cuya historia narra otro tipo de rebeldía, la de una joven que se niega a hacer algo estable y definitivo de sus relaciones con hombres a los que quiere pero no ama. La actitud de la chica resultaba irritante a lo largo del metraje; continuos cambios de opinión, de domicilio, de ciudad... pero su constancia la lleva a salirse con la suya cuando se encuentra en el autobús con el padre de su accidental hija, al que no había vuelto a ver desde la concepción de la pequeña.

Dos cines diferentes para dos ópticas diferentes. Los incondicionales de uno y de otro, tacharán al contrario de irreal. Pero, ¿es que el cine debe ser real?

Isaac Lobatón