18 mayo 2023

Nadal y la planificación de la dignidad

Desde que Zidane anunció que, al finalizar la temporada 2005/06, abandonaría los rectángulos de juego, no recordaba que un deportista de talla mundial organizase su retirada de una manera tan minuciosa. Los tiempos de las carreras deportivas, salvo cuando se trata de la (últimamente) fibromiálgica modalidad del tenis femenino, se han alargado considerablemente con respecto a las costumbres con las que nos educamos la generación dominante, la generación boomer. Para nosotros, era un mecanismo instintivo dar por terminada una trayectoria futbolística, baloncestística o tenística desde el momento en el que el atleta rebasaba la barrera de los 30 años. Los casos de Peter Shilton, titular de la portería inglesa hasta los 40 años y profesional hasta los 48, o del singular Roger Milla, eran tan excepcionales que, sin mayores discusiones, se adueñaban de la etiqueta de legendarios o míticos.

Sin embargo, de un tiempo a esta parte, es práctica habitual que muchas figuras alarguen su carrera por encima de los 35 años. Ahí están los casos cercanos de Pau Gasol, Benzema, Messi, Modric o Fernando Alonso. Sobre este último y la Fórmula 1, añadiré que recuerdo un reportaje sobre Riccardo Patrese -segundo de Nigel Mansell- en el que se le retrataba como a un  reconocido veterano, pues ya atesoraba la venerable edad de ¡33 años!

El mundo ha cambiado mucho y, como quiera que el aspecto de una persona de 45 años de 2023 no es el mismo que el de una persona de 45 años de 1983, como quiera que nuestros mayores viven por encima de sus posibilidades, la vida profesional de los deportistas se alarga cada vez más de manera lógica y natural. En la imagen, un señor de 29 años de mediados del siglo XX.

«El padre y el hijo», de Manuel Ferrol
A partir de aquí, cabe analizar los motivos por los que Nadal ha hecho su anuncio, enjuiciarlos y opinar sobre ellos. Durante 2022 me sentí muy solo en mi postura; creía que Rafa debía jugar una temporada más, la de 2023, y despedirse de sus torneos favoritos; lo pensaba porque durante el año pasado ganó a todos, incluso pasando por encima, cuando se encontró en igualdad de condiciones; sin la rotura abdominal, es bastante probable que hubiera sumado el anhelado tercer Wimbledon y, desde luego, la final de Indian Wells, perdida previamente ante Fritz por una lesión en la misma zona. Sin embargo, la mayor parte de la gente con la que conversaba insistía en que debía despedirse ya y dedicarse a la familia, instalados la mayor parte de las veces en ese jordanismo tan extendido como mal entendido, ese ideal de retirarse «en lo más alto».

Veinte años disfrutando del genio de Manacor y tengo la sensación de que el público no ha aprendido nada o no ha entendido nada. Durante su trayectoria, Nadal ha cimentado el éxito sobre su indestructible pasión por el tenis y por la competición; no se trata de ganar 23 Grand Slams, ni tampoco de liderar la clasificación de campeones de Masters 1000, sino de ganar un partido más, un torneo más, un Grand Slam más. Porque sí. Por sí. Por él, vaya. ¿O es que no se acuerdan de Miguel Induráin? Él lo explicaba muy claro: no quería el tercer Tour, ni el cuarto, ni el quinto; quería un Tour; Miguel no contaba cuántos acumulaba, simplemente quería ganarlo siempre.

Sé que es un matiz sutil; se necesita haber sido muy antisocial y haber consumido muchas horas de televisión mientras otros disfrutaban de la adolescencia como se debe, y no acalorado en un sofá, sin aire acondicionado, pegado al aparato viendo Estadio 2 un sábado por la tarde cualquiera, para hoy poder captar estas pequeñas modulaciones de tono. Pero me resulta desesperante escuchar a nadie afirmar desahogadamente que Nadal quiere continuar por la rivalidad con Djokovic y por liderar la carrera de los Grand Slams.

Nadal quiere jugar; para jugar necesita ganar por una sencilla razón: si lo eliminan, sólo juega un partido. Para ganar partidos, para tener continuidad, hace falta ganar el primero, el segundo, el tercero, el cuarto, así como hacerlo ante rivales exigentes; a ser posible, con un ritmo y un estilo de juego que se adapte al tuyo (no como cuando en 2015 lo eliminó de Wimbledon el mamarracho de las rastas que, a día de hoy, acumula cero títulos individuales). Una vez con ritmo de partidos y torneos se alcanza la velocidad de crucero. El problema que se viene dando en los últimos tiempos es que, cuando Rafa ha disfrutado de esos momentos dulces, ha tendido a caer lesionado. La explicación es sencilla: la acumulación de partidos, con la exigencia física que conlleva, le permite alcanzar la excelencia técnica y el rendimiento óptimo, pero, ay, su físico de 37 se resiente ante la acumulación de tres o cuatro torneos si logra alcanzar las rondas finales. Es un círculo vicioso. Necesita jugar mucho para estar bien (como todos); pero si juega mucho, la máquina acaba fallando.

Por eso, Rafa ha decidido apostar el todo por el todo. No quiere dejar la que ha sido su vida con esa triste imagen, con ese infausto recuerdo, de su lesión en Australia. Sencillamente, no le sale de los cojones. Quiere despedirse del deporte que le ha hecho feliz limpiamente, jugando por última vez sus torneos favoritos, permitiendo al público que le quiere vitorearlo una vez más, gritarle «¡vamos, Rafa!», disfrutar de sus inverosímiles passings, recuperaciones y ganadores a la cruceta de la pista. Quiere brindarnos eso y nosotros (y acabo a lo Sostres) pobres mediocres, que no valemos ni un 1% lo que él, que deberíamos preguntarnos acaso cuál ha sido nuestro miserable medio, si lo hubiere, para embellecer y mejorar el mundo que nos rodea, se lo queremos quitar. Nosotros, que le faltamos el respeto a Dios cuando osamos discutir que una de sus criaturas más afortunadas y dotadas de talento se permita seguir disfrutando de los dones que el Creador ha puesto a su disposición para, acaso, manifestarse ante nosotros una vez más. Nosotros, como el pueblo hebreo, traicionamos una vez más a nuestro esforzado guía, obligándole a arrojar sobre nuestras cabezas la furia de nuestro Señor manifestada en las tablas de la Ley; forzándole a apoyarse en el báculo para asistir de nuevo a la Revelación. No te merecemos, Rafa, así que, si lo haces, hazlo por ti. (fin de la sostrada).

En lo puramente práctico, que no deja de ser importante, esta tarde AS ha hecho mención, por primera vez, al ránking protegido. Ayer leí en algún medio que Nadal tendría que empezar a defenderse desde el puesto 130. Es imposible ser más indocumentado, es que no se puede.

Finalizo destacando la solvencia de Nadal a la hora de analizar y administrar sus debilidades y amenazas. Un periodista le preguntó cómo se sentía. Él responde que se siente bien; duda e insiste; probablemente, a sí mismo: «Sí... bien... me siento bien... Sí... Al final hay que aceptar las cosas; ya te puedes enfadar, ya te puedes poner triste, que es lo que hago [en la intimidad, cuando toca] pero a partir de ahí, miramos al futuro». En tiempos de exhibición pseudosentimental, de pasaportes de pureza de sangre extendidos sobre la calidad y la cantidad de las lágrimas vertidas en escena, es de agradecer que un personaje público muestre entereza al enfrentarse al ocaso de su carrera. Ha gestionado la frustración, no niega su tristeza, su enfado, su impotencia, pero sabe que sería un insulto para mucha gente llorar como un niño mimado con todo lo que la vida le ha proporcionado.

25 abril 2023

No cuesta nada

Te paso unos cuantos consejos para utilizar el lavavajillas. Se basan en mi propia experiencia y en nada más. Yo no estoy de acuerdo en cómo lo pone casi nadie, así que tampoco pretendo que se me dé la razón.

El lavavajillas, bien utilizado, permite ahorrar agua y electricidad/gas. Un lavavajillas que funcione bien -y que no sea demasiado viejo, claro- gasta menos agua que la que se necesita para un lavado a mano y también menos detergente; eso es porque para lavar utiliza agua caliente a presión; esa es la base de todo. Como quedan platos y vasos con el lavavajillas no quedan fregándolos a mano. Y, sobre todo, los plásticos, que siempre hay que meterlos.
Por esto que te cuento en primer lugar, es del género bobo prelavar una vajilla que se vaya a meter en el electrodoméstico con agua caliente y fregándola con un estropajo. Eso se hacía muy antiguamente, cuando los lavavajillas eran totalmente ineficaces; ahora no tiene ningún sentido. Sí lo tiene si no hay ninguna intención de activar el aparato inmediatamente o en pocas horas; pero para hacer ese esfuerzo, es mejor continuar hasta el final y lavar totalmente la vajilla a mano.
Por lo tanto, si se va a activar en pocas horas (del mediodía a la noche) y la comida ha sido de poca presencia, basta con pasar por los platos una servilleta sobre la basura para eliminar los restos (ensaladas, pastas, arroces, carnes...) y luego, si no se va a activar inmediatamente, un ligero enjuague en el grifo con agua fría (legumbres, sopas, pastas, carnes...). Si se va activar inmediatamente, ni siquiera hay que enjuagar, pues ya lo hace él en el primer paso: un enjuague con agua fría a presión. En los lavavajillas modernos ese agua sucia le sirve al aparato para analizarla y así hacer un cálculo del tiempo y de la temperatura que va a tener que alcanzar para limpiar mejor (modos Auto o Eco).
Lo que nunca se puede hacer es dejar los platos sin apenas enjuagar y el lavavajillas sin poner. Es la muerte del aparato. Una vez que el lavavajillas adquiere olores, es muy complicado quitárselos. Es mejor programar una opción lo más corta posible con pocas cosas que arriesgarse a que los platos sucios se queden ahí. Siempre, además, hay algunos elementos que se pueden meter para completar: jarras de agua, piezas de exprimidores, de cafeteras eléctricas, los propios tapones del fregadero...
Si alguna vez se te olvida una vajilla sucia, pero sucia de verdad en el lavavajillas, es mejor que no la laves a mano, sino que lo pongas con un programa potente. 
Respecto al jabón, no compres pastillas ni jabón líquido de marca blanca. No merece la pena. No lo hagas. Yo las he probado todas y en el lavavajillas no funcionan las marcas blancas, sólo las marcas líderes: Fairy, Calgonit y Somat. Todo lo demás es una mierda. Estas marcas son bastante caras, por lo que lo que yo hago es comprar siempre en oferta. Nunca las he comprado a su precio normal. Compro la marca que esté en oferta en Hipercor (me da igual cualquiera de las tres, aunque yo prefiero Fairy) cuando la 2ª unidad tiene el 70% de descuento y voy acumulando. De otra manera, es carísimo. 

Para complementos como el abrillantador y la sal de lavavajillas, sí puedes usar marca blanca, que no pasa nada. De todos modos, las pastillas modernas vienen con todo integrado, incluso la sal diluida y el lavavajillas, pero en muchas zonas conviene administrarle sal al aparato, que prolonga su vida y lo protege de la cal. Ojo, sal de lavavajillas, no sal de mesa; la venden en cualquier supermercado y no cuesta ni un euro si no es de marca. El abrillantador lo incorporan las pastillas modernas, pero no pasa nada por ayudar al aparato; el abrillantador sirve para secar, dura muchísimo y es muy barato.
Creo que no se me olvida nada.

Adaptación de correo a familiar

28 marzo 2023

Mi bulevar. Sus anchas avenidas

Desde antes de salir del portal de casa, ya empiezo a disfrutar del olor de la tarde; la escalera se siente diferente; el estuco y la madera del pasamanos conforman un estímulo inconfundible, muy diferente al de otros momentos del año. En la calle domina un aroma que yo identifico con el de la ropa nueva y el de los champús y los geles reservados para el momento en el que es la semana la que se empieza a hacer vieja. No se distingue si es jueves o es viernes; tampoco importa demasiado porque, tras el almuerzo de mañana, muchos podremos disfrutar igualmente de toda la tarde para recuperarnos. Huele, en definitiva, a ilusión.

Podrían ser las seis o podrían ser las ocho, porque aún no nos hemos acostumbrado al cambio horario; ni yo ni ninguno de los jóvenes que, con mayor o menor vehemencia, se interpelan bajo las acacias; tampoco podría saber la edad de la mayoría de la gente que anda por la calle. Flota en el aire un tácito clima de complicidad en la despreocupación, de alianza en el hedonismo; un hedonismo inocente y, en muchos de los casos iniciático; en otros, renovado, como en el caso de la pareja de mediana edad que pasea, intercalando serenas impresiones con silencios tan prolongados como confortables, alojados bajo el incomparable techo que proporciona la falta de necesidad de rellenar el espacio con ruido.

Tampoco se puede reprochar a los músicos callejeros querencia alguna por el horror vacui; sólo hacen su trabajo. Y es que todo encaja hoy con fluidez; la temperatura, la humedad, el movimiento justo del aire; sonidos, olores, densidad de población.

Me asomo al bulevar tratando de no pensar que pronto se hará de noche, y entonces la ciudad ya no será acogedora, sino un ente insondable y frío, un decorado de cartón piedra que habrá dejado de pertenecerme en lo más mínimo y que sólo identificaré con el lugar donde no la puedo encontrar; el lugar donde ni siquiera sé si permanece pero que, sin embargo, no puede despojarse de su presencia; el lugar que parece haberse mimetizado con ella en cada anuncio, en cada taxi, en cada plaza; todo ello en una continuidad que no permite distinguir la vigilia del sueño; la ciudad continúa con su legendaria vitalidad cuando me vence el cansancio tras posar la cabeza sobre la almohada, cuando continúo mi búsqueda.

Llevo semanas reprimiendo mis ganas de preguntarle si se esconde de mí o si, tan solo, no me quiere lo suficiente como para renunciar a seguir viviendo su vida. Es inútil tratar de despejar una incógnita que se resolverá con el tiempo; también son inútiles los intentos que hago por intentar descifrarla o por pensar en otra cosa.

Me consuelo a medias pensando que no soy el único que está solo. Porque ella está sola, camuflada su soledad entre las luces, las vanidades y las efímeras ambiciones de la gran ciudad, mientras huye hacia adelante, con el resguardo amarillo de una nueva solicitud de prórroga en un bolsillo interior,  en un intento vano, pero eficaz, por despistar sus sentimientos. Lo malo es que aún no he conseguido volverme cínico y mañana se repetirá todo.



16 marzo 2023

La mujer del carrito de supermercado que vendía discos en Chueca y Malasaña

La mujer iba siempre con un carrito de supermercado. Creo recordar que de color azul, morado o violeta. Puede que fuera de cuadros con fondo blanco.

Era alta, delgada y vieja; no muy vieja, pero lo suficiente cuando los treinta años todavía son una amenaza tan inminente como lejana. Decía que era alta, delgada, muy delgada, vieja y llevaba gafas redondas con la montura dorada y fina; también, una cola de caballo; era pelirroja; tenía una nariz enorme y la cara muy chupada. Usaba vestidos de una pieza de colores alegres.

Hablaba con dulzura y entusiasmo de los discos que portaba en el interior de su carrito. Discos. En un carrito de supermercado. Discos precintados, nuevos; ofrecidos a los jóvenes, modernos y con pretensiones, que apuraban su mileurismo en las terrazas de ese Madrid que, a principios del siglo XXI, ya empezaba a ser más cool que Barcelona.

En los grandes almacenes donde trabajaba, hablábamos de ella. Nos preguntábamos qué hacía. Las teorías eran de lo más variopinto. Algunos decían que solía venir los domingos a comprar y, en efecto, así era. Yo mismo la atendí varias veces. 

Nos mirábamos haciéndonos pequeños gestos de complicidad cuando la veíamos aparecer, pero nadie se atrevía a preguntarle qué hacía paseándose con un carrito de la compra lleno de discos; si los vendía o si los regalaba o si los prestaba.

Este tipo de advertencias se suelen hacer al principio de los textos, pero esta historia no va de nostalgia; más bien, todo lo contrario. Una noche, un amigo y yo fingíamos serenidad económica sentados en una de esas terrazas de Chueca. Apareció ella con su carrito de discos. Pregunté a mi amigo si la había visto, si sabía qué hacía. Él se cuestionaba las mismas cosas que yo, que todos.

Años después, mi amigo me confesó en una agria conversación que no me soportaba y que no quería tener más relación conmigo. Aquello no me ofendió; me pareció respetable y perfectamente comprensible. No sé quién se puede soportar a sí mismo cuando, cada cinco o siete años, tiendes a avergonzarte de tu yo cinco o siete años más joven.

A veces, pienso en mi ridícula y estúpida reacción ante la llegada de la señora como uno de los ingredientes que desencadenaron nuestra ruptura. La llamé con fingida naturalidad; me hice el sueco ante el hecho de que llevara discos en el carrito, impostando sorpresa e ilusión; mostré interés y le acabé comprando un disco de Françoise Hardy por un precio bastante más caro de lo que me habría costado a mí como trabajador de esos grandes almacenes franceses. Ella era adorable, encantadora. Yo actué como un gilipollas; movido por un banal e incomprensible corporativismo, me había comportado como un detective de pacotilla gastando ridículamente mi dinero. Por supuesto, mostré satisfacción y complacencia por averiguar que la señora, sencillamente, revendía los discos dos o tres euros más caros que en la tienda. Toda una hazaña la mía. Mi amigo guardó silencio.

07 marzo 2023

La BBC que no será

Como dejé de ver telediarios desde el momento en el que apareció Pablo Iglesias en escena -hace ya alrededor de nueve años; más o menos la época en la que también dejé de escribir en este blog- no sabía que se había jubilado Jesús Álvarez o, a decir de él, que lo habían jubilado.


Sé que muchas veces resulta muy cansina mi generación, siempre insistiendo en pringar a los que nos rodean con nuestra melaza nostálgica; pero mejor nostalgia que adanismo, ese omnipresente hermano mayor de la ignorancia supina. No en vano, los nacidos entre 1970 y 1980 estamos ahora en nuestro cénit; ni tan jóvenes ni tan viejos, como decía aquél; además, somos muchos; así que a los de las restantes décadas les queda un rato aguantando nuestra chapa; a unos más que a otros, claro.

Pero esto no va de nostalgia, sino de la certeza de una oportunidad perdida; lo frustrante es que ni tan siquiera era una oportunidad; se trataba de una realidad, de un legado que mantener. Hablaríamos más correctamente de una herencia dilapidada. Dicen que no se debe despreciar a las personas de cuna meneá si, pasados unos años, continúan siendo ricos. Parece que no es del todo sencillo mantener el patrimonio heredado cuando éste sobrepasa un piso de 120 metros cuadrados, un local comercial y un par de garajes. 

Supongo que esta es la razón de que la inmensa riqueza que atesoraba RTVE se haya visto socavada de manera sorda pero constante desde el momento en el que Pilar Miró abandonó el ente público. Me ha resultado profundamente descorazonador leer los certeros análisis de Jesús Álvarez en esta entrevista; resultaría demasiado barato, ingrato y simplista tildar al histórico presentador de llorón o victimista por la denuncia que, durante la conversación, lleva a cabo al explicar que nadie se ha reunido con él ni le ha contestado al teléfono para escuchar sus proyectos, ya que sólamente apela a un valor que no debería ser discutido y al que cada vez se le da menos espacio: la educación.

Más allá de las formas que hayan rodeado a la despedida del veterano periodista, y también más allá de la oportunidad de los objetivos administrativos y contables que estén detrás de ella, resulta evidente que RTVE hace tiempo que renunció a cuidar el talento. Lo más revelador de la entrevista no es que a Jesús Álvarez no se le haya tratado con el deseable respeto tras 47 años de desempeño en la casa, sino la deriva externalizadora de la corporación pública y el desprecio por los grandísimos y experimentados profesionales que debieron de morir con los micrófonos de corbata puestos. Esto no es nuevo; ya ocurrió en 2006, cuando aquel infame ERE retiró de la circulación a una división de profesionales legendarios, también de los que hacían su trabajo detrás de las cámaras. El proceso, como se puso de relieve años después, no solucionó la sisífica deuda del ente público, pero sí sirvió para restarle a RTVE el debido prestigio y músculo que, por historia, presupuesto y misión empresarial, la debería colocar, sin titubeos, como faro y referente indiscutido de la comunicación, no sólo en nuestro país, sino en todo el ámbito hispanohablante.

Algunos nombres que nunca debieron desaparecer de las ondas o de las pantallas en esa ocasión: José Antonio Maldonado, Rosa María Calaf, Chema Rey, Pedro Erquicia, Ángel Gómez Fuentes, Juan Manuel Gozalo, Sebastián Álvaro, Agustín Remesal, Jesús Ordovás, Julio César Iglesias, Ramón Trecet. Todos aquellos que tuvieran, les refresco la memoria ahora que somos todos más talluditos: ¡más de 50 años! Una auténtica salvajada que afectó a más de 4.000 empleados. Y que impulsó, por cierto, el PSOE. Conviene no olvidar tampoco este simpático matiz.

Hablamos de recursos humanos. No me voy a meter en la producción de programas; no voy a dedicarme a cantar ahora las bondades de La clave y La edad de oro.

Lean la entrevista a Jesús Álvarez. En muy poco espacio señala, con serenidad y lucidez, demasiados males en un ente que lleva demasiados años siendo mal gestionado para desgracia de todos.