La mujer del carrito de supermercado que vendía discos en Chueca y Malasaña
Era alta, delgada y vieja; no muy vieja, pero lo suficiente cuando los treinta años todavía son una amenaza tan inminente como lejana. Decía que era alta, delgada, muy delgada, vieja y llevaba gafas redondas con la montura dorada y fina; también, una cola de caballo; era pelirroja; tenía una nariz enorme y la cara muy chupada. Usaba vestidos de una pieza de colores alegres.
Hablaba con dulzura y entusiasmo de los discos que portaba en el interior de su carrito. Discos. En un carrito de supermercado. Discos precintados, nuevos; ofrecidos a los jóvenes, modernos y con pretensiones, que apuraban su mileurismo en las terrazas de ese Madrid que, a principios del siglo XXI, ya empezaba a ser más cool que Barcelona.
En los grandes almacenes donde trabajaba, hablábamos de ella. Nos preguntábamos qué hacía. Las teorías eran de lo más variopinto. Algunos decían que solía venir los domingos a comprar y, en efecto, así era. Yo mismo la atendí varias veces.
Nos mirábamos haciéndonos pequeños gestos de complicidad cuando la veíamos aparecer, pero nadie se atrevía a preguntarle qué hacía paseándose con un carrito de la compra lleno de discos; si los vendía o si los regalaba o si los prestaba.
Este tipo de advertencias se suelen hacer al principio de los textos, pero esta historia no va de nostalgia; más bien, todo lo contrario. Una noche, un amigo y yo fingíamos serenidad económica sentados en una de esas terrazas de Chueca. Apareció ella con su carrito de discos. Pregunté a mi amigo si la había visto, si sabía qué hacía. Él se cuestionaba las mismas cosas que yo, que todos.
Años después, mi amigo me confesó en una agria conversación que no me soportaba y que no quería tener más relación conmigo. Aquello no me ofendió; me pareció respetable y perfectamente comprensible. No sé quién se puede soportar a sí mismo cuando, cada cinco o siete años, tiendes a avergonzarte de tu yo cinco o siete años más joven.
A veces, pienso en mi ridícula y estúpida reacción ante la llegada de la señora como uno de los ingredientes que desencadenaron nuestra ruptura. La llamé con fingida naturalidad; me hice el sueco ante el hecho de que llevara discos en el carrito, impostando sorpresa e ilusión; mostré interés y le acabé comprando un disco de Françoise Hardy por un precio bastante más caro de lo que me habría costado a mí como trabajador de esos grandes almacenes franceses. Ella era adorable, encantadora. Yo actué como un gilipollas; movido por un banal e incomprensible corporativismo, me había comportado como un detective de pacotilla gastando ridículamente mi dinero. Por supuesto, mostré satisfacción y complacencia por averiguar que la señora, sencillamente, revendía los discos dos o tres euros más caros que en la tienda. Toda una hazaña la mía. Mi amigo guardó silencio.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home