05 julio 2006

España, la Bienal de la frustración


Como dijo aquél, una semana es un tiempo prudencial para reconocer la nueva realidad. Estamos en ese pequeño intervalo de tiempo que separa la primera semifinal de la segunda. España no ha jugado ni una ni otra. España no jugó ni el primero, ni el segundo, ni el tercero, ni el cuarto partido de la ronda anterior.

Honradamente, creo que la participación de España en este mundial no ha aportado demasiadas variaciones con respecto a ediciones precedentes.

Como siempre, el equipo ha mostrado en algunos momentos aquellas cualidades, positivas, que lo hacen diferente, como el toque en el centro del campo y la paciencia para elaborar, en busca de que aparezca la ocasión de gol de manera natural. Hasta octavos de final, era uno de los equipos más goleadores y menos goleados y, por segunda vez consecutiva en un mundial, había obtenido el liderato de su grupo al vencer en los tres primeros partidos. España y Argentina habían protagonizado las victorias más indiscutibles de la primera fase mediante un juego entretenido y alegre.

Todas estas circunstancias llevaron a crítica y afición a conceder un suplemento importante de crédito a los seleccionados de Luis Aragonés.

La falta de definición de los viejos de Francia durante la primera fase, propició un enfrentamiento contra natura en octavos de final. El cruce natural debería haber emparejado a España con Suiza, lo cual, probablemente, nos habría proporcionado la ocasión de jugar cómodamente los cuartos de final con Brasil, también probablemente, en medio de una desenfrenada (y engañosa) euforia nacional por eliminar a los helvéticos.

Conjeturas aparte, el partido con Francia fue otro más de esos encuentros que ponen en evidencia las viejas carencias y defectos de España en los grandes momentos.

No existe ninguna otra selección en la que los jugadores muestren esos rostros de abatimiento y ansiedad al comienzo del partido, menos aún con el marcador a favor. No transmiten seguridad porque no se creen capaces de ganar. Y no se creen capaces de ganar porque nunca lo han hecho, ni ellos ni sus antecesores.

Ya lo decíamos al comienzo del Mundial. Se trataba, simplemente, de
estar a la altura de su categoría. España es incapaz de estar a la altura de su categoría. Desgraciadamente, con su actuación en el mundial de Alemania, ha añadido lastre sobre las espaldas de los que representen al país, dentro de dos y cuatro años, en la próximas citas, europea e internacional.

Hablando de causas, a mí sólo se me ocurre esa: la camiseta española es, cada vez, más liviana, tanto para el jugador como para el adversario, porque, sobre el papel, España tenía suficiente categoría para haber llegado muy lejos en el campeonato. Y es que son más de veintidos años sin superar la barrera de los cuartos de final, y veinte más sin lograr ningún título.

Un saco de plomo que agarrota las verdaderas aptitudes de nuestros jugadores en los momentos importantes. La tan traida y llevada "competitividad", el don que permite aprovechar, de manera natural, lo mejor de nosotros mismos cuando la situación lo requiere. El mismo que permite a Alessandro del Piero colocar la pelota en el lugar que él decide; o, al desconocido Grosso, trazar una preciosa rosca para esquivar una nube de jugadores en el área alemana, y desequilibrar una semifinal en la que el afitrión se mostraba sospechosamente interesado en alcanzar el desempate por penaltis.

Resulta insólito que un fútbol que cuenta con la más amplia tradición de campeones de clubes en competiciones europeas, se vea siempre abocado a ese papel discreto que nos caracteriza. Tampoco hay que buscar más explicaciones en "el carácter español". Nadal, Gasol, Alonso o, por equipos, waterpolo, baloncesto, balonmano y el equipo español de Copa Davis han llevado al país a lo más alto en sus respectivas disciplinas.

Lo más grotesco, por no decir torticero, consiste en identificar el fracaso de la selección con la política desvertebradora (palabra que, por otra parte, no existe) de Zapatero. Una interpretación que pierde toda su fuerza cuando se echa un vistazo a la historia española en los mundiales, donde, por poner un ejemplo, ostenta el trono de equipo anfitrión peor clasificado de la historia, título del que no nos han despojado ni Corea, ni Japón, ni Estados Unidos.


Desde el punto de vista futbolístico, se podría abrir un círculo en el año 1992, momento en el que Clemente se hizo cargo de la selección, recuperando a una afición adormidalada tras los fracasos de 1988 y 1992, y eliminando para siempre a la generación de la quinta del Buitre de sus alineaciones. Durante estos catorce años han pasado cuatro seleccionadores que han interpretado los objetivos del juego de formas diversas: la unidad y el espíritu de club como fórmula para alcanzar la competitividad, por parte de Clemente; el caudillaje de Camacho, la inoperante tibieza de Sáez, y la obsesión por la individualidad al servicio del colectivo de Luis Aragonés.

Este período ha visto evolucionar el centro del campo del equipo. La crítica siempre despreció a los trabajadores, a los recuperadores de balones. Incluso, últimamente se atreven a bautizarlos con el nombre propio de alguna de estas figuras. Así, se habla de gatussos, de albeldas y de makeleles, con tan poco respeto como falta de prisma. Por la organización del juego español han transitado parejas como Hierro y Nadal o Alkorta, evolucionando hacia la entrada como acompañante del malagueño de Pep Guardiola. Mientras, Camacho intentó dejar solo a Guardiola, y Sáez optó, más conservadoramente, por el binomio Albelda-Baraja.

Luis ha rizado el rizo, componiendo una suerte de trivote con tres hombres sumamente técnicos y pulcros en el manejo de la pelota, como Xavi, Xabi Alonso y Cesc. Sin embargo, Francia ganó por fuerza, empuje y físico (también, por una falta en la que encontraron la desgracia dos de los más destacados, Puyol y Alonso, uno cometiendo una falta innecesaria, y el otro peinando el centro de Zidane hacia el segundo palo), por la perfecta barrera de contención que construyeron para taponar la creación de juego española al mismo tiempo que, un poco más adelante, facilitaban la labor creadora de Zidane.

Queda claro, pues, que no es un problema de jugadores. No es un problema de sistema. No es un problema de seleccionador. Quizá Luis debería irse. Quizá fue él el primero que pecó de excesivamente optimista al anunciar una dimisión si no se rebasaba el umbral de los cuartos de final, pero es cierto que con el técnico madrileño en el banquillo se vislumbra algo parecido a un proyecto. El inconveniente es que, mientras un club se puede permitir uno o, incluso, dos años sin títulos, en nombre de un proyecto a medio plazo, en un equipo nacional las competiciones se juegan sólo cada dos años, las oportunidades son fugaces y los rivales implacables. Y los años pasan, y la ansiedad crece.

Isaac Lobatón