Mi bulevar. Sus anchas avenidas
Desde antes de salir del portal de casa, ya empiezo a disfrutar del olor de la tarde; la escalera se siente diferente; el estuco y la madera del pasamanos conforman un estímulo inconfundible, muy diferente al de otros momentos del año. En la calle domina un aroma que yo identifico con el de la ropa nueva y el de los champús y los geles reservados para el momento en el que es la semana la que se empieza a hacer vieja. No se distingue si es jueves o es viernes; tampoco importa demasiado porque, tras el almuerzo de mañana, muchos podremos disfrutar igualmente de toda la tarde para recuperarnos. Huele, en definitiva, a ilusión.
Podrían ser las seis o podrían ser las ocho, porque aún no nos hemos acostumbrado al cambio horario; ni yo ni ninguno de los jóvenes que, con mayor o menor vehemencia, se interpelan bajo las acacias; tampoco podría saber la edad de la mayoría de la gente que anda por la calle. Flota en el aire un tácito clima de complicidad en la despreocupación, de alianza en el hedonismo; un hedonismo inocente y, en muchos de los casos iniciático; en otros, renovado, como en el caso de la pareja de mediana edad que pasea, intercalando serenas impresiones con silencios tan prolongados como confortables, alojados bajo el incomparable techo que proporciona la falta de necesidad de rellenar el espacio con ruido.
Tampoco se puede reprochar a los músicos callejeros querencia alguna por el horror vacui; sólo hacen su trabajo. Y es que todo encaja hoy con fluidez; la temperatura, la humedad, el movimiento justo del aire; sonidos, olores, densidad de población.
Me asomo al bulevar tratando de no pensar que pronto se hará de noche, y entonces la ciudad ya no será acogedora, sino un ente insondable y frío, un decorado de cartón piedra que habrá dejado de pertenecerme en lo más mínimo y que sólo identificaré con el lugar donde no la puedo encontrar; el lugar donde ni siquiera sé si permanece pero que, sin embargo, no puede despojarse de su presencia; el lugar que parece haberse mimetizado con ella en cada anuncio, en cada taxi, en cada plaza; todo ello en una continuidad que no permite distinguir la vigilia del sueño; la ciudad continúa con su legendaria vitalidad cuando me vence el cansancio tras posar la cabeza sobre la almohada, cuando continúo mi búsqueda.
Llevo semanas reprimiendo mis ganas de preguntarle si se esconde de mí o si, tan solo, no me quiere lo suficiente como para renunciar a seguir viviendo su vida. Es inútil tratar de despejar una incógnita que se resolverá con el tiempo; también son inútiles los intentos que hago por intentar descifrarla o por pensar en otra cosa.
Me consuelo a medias pensando que no soy el único que está solo. Porque ella está sola, camuflada su soledad entre las luces, las vanidades y las efímeras ambiciones de la gran ciudad, mientras huye hacia adelante, con el resguardo amarillo de una nueva solicitud de prórroga en un bolsillo interior, en un intento vano, pero eficaz, por despistar sus sentimientos. Lo malo es que aún no he conseguido volverme cínico y mañana se repetirá todo.
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