23 octubre 2025

La vieja política o el síndrome de Santillana

Cuando Juan Carlos I abandonó nuestro país en pleno verano de 2020, se me quitaron las ganas de seguir escuchando XRey. Había disfrutado mucho del podcast en los meses tardíos del confinamiento y también cuando acudí a Algeciras para formar parte de uno de los tribunales de selectividad en aquel accidentado curso. Pude reconocer en el discurso una manera de relacionarse con el escenario político, con la Constitución, con la monarquía parlamentaria, que me resultaba completamente familiar; aquello parecía despojado del nuevo lenguaje despiadado y destructivo que había surgido con fuerza desde el infausto (y nunca creíble) 15M. Era periodismo del de siempre, vinculado a la escuela de Victoria Prego, la mujer que logró convencernos de que la Transición fue un proceso fácil porque acabamos identificando el período con su asombrosa agilidad para la narrativa y el análisis político sin tan siquiera necesitar el filtro de la perspectiva histórica, de la distancia temporal. Era, digo, periodismo del de siempre; y por eso pensé que no tendría demasiado futuro y que a ese producto, y los subsiguientes producidos por esos chicos, se les endosarían las etiquetas de la ramplonería y la falta de colmillo.

Pero llegó esa desgraciada fecha, el 3 de agosto de 2020. Juan Carlos de Borbón abandonó España para instalarse en Abu Dabi. Al principio, muchos no comprendimos su decisión, ya que validaba todos los prejuicios en su contra de beneficiarse de manera opaca de sus buenas relaciones con los controvertidos regímenes del Golfo Pérsico. El tiempo y el reposo de las ideas permitieron comprender que su presencia hubiera sido imposible en ningún estado hispanoamericano o europeo, dada la enorme dimensión de su figura histórica y la proyección de su sombra; como imposible se había revelado su permanencia en España bajo unos presupuestos de discreción que el rey padre no siempre era capaz de mantener. 

Entonces, decía, yo no fui capaz de terminar el podcast; algo se había roto en mí o, para ser más exactos, me vi invadido por la abulia y la melancolía. Escuchar XRey me había vitaminado -no reconciliado porque jamás hubo pelea ni ruptura- con aquello que los cursis aspirantes a antisistema habían bautizado peyorativamente como «Régimen del 78». El viaje sin billete de vuelta del Rey emérito a los Emiratos fue el tiro de gracia a mi escasa fortaleza mental; y esos comprimidos vitamínicos en forma de podcasts que, a pesar de todo, no eludían el juicio crítico al reinado de Juan Carlos I, ya no me eran útiles ni como placebo.


Hace un par de semanas supe que Álvaro de Cózar, el artífice de XRey, había ideado y dirigido una serie documental sobre los cuatro expresidentes democráticos vivos, La última llamada; escuché la entrevista que le hizo Alsina en Onda Cero y vi el vídeo del making off en El País. Volvía a percibir algo reconocible y familiar en aquella producción, aún sin haber visionado un solo minuto. En el vídeo del periódico de PRISA, Álvaro le aseguraba a Felipe González que ya aparecía en sus libros del colegio. Quizá fuera eso: nuestros libros del colegio, los «Sociedad» (Sociales) de Santillana que, junto a la TVE de calidad que conocimos y la justificadísima complacencia de los ochenta y parte de los noventa, armaron nuestra educación y nuestra visión del mundo, de la democracia, de la Constitución de 1978 y del franquismo; éste como algo cercano en el tiempo pero lejano en las mentes; algo superado que, indudablemente, jamás volvería ni como impulso nostálgico. Y digo «nuestros libros» porque Álvaro de Cózar y yo hicimos la EGB en el mismo colegio, un centro de Cádiz capital que había pasado de estar en manos de una orden religiosa a la anomalía de que su administración correspondiera a la Diputación. Hasta el curso 87/88 o así, el colegio contaba incluso con un internado; su alumnado era mayoritariamente de extracción humilde, así que Álvaro, Alvarito, siempre brilló con luz propia.


He devorado en un par de tardes los documentales sobre los expresidentes; la producción vuelve a situarse en las coordenadas del gran periodismo español (hasta la dicción de de Cózar recuerda a Victoria Prego por momentos), dejando, como solía hacerse antes de que nos trataran de pastorear a todos como a imbéciles, a criterio del espectador la elaboración de las conclusiones, el mantenimiento de filias y el cuestionamiento de fobias. El intervalo temporal hace más fácil simpatizar con González y Aznar, celebrar sus aciertos, perdonarles sus fallos y entender sus errores. No hay chispas entre dos personajes que jamás tuvieron química pero que, con los años, han logrado armar una relación cordial y fluida.

El propósito principal de la serie, que no es otro que la apertura personal de los líderes, el conocimiento de sus emociones y sentimientos por parte de los espectadores, de los ciudadanos, se ve mermado en los capítulos tercero y cuarto. La bonhomía y el bien ponderado sentido del humor de Mariano Rajoy son suficientemente conocidos, ademas de resultar demasiado recientes, por el público objetivo de este documental; curiosamente, el personaje que en apariencia resultaría el más jugoso
de los cuatro se convierte en aquel al que menos partido se le extrae, dirigiendo incluso alguna puyita (presentación de presupuestos)  al actual Gobierno. En lo que respecta a Zapatero, el leonés se esfuerza por ser cercano y natural, tratando de disimular dos elementos: la dimensión de su narcisismo y un irritante instinto propagandístico en el que incurre con una vehemencia inusitada una de las componentes de su equipo. Zapatero, escurridizo y frío pese a las apariencias, es la excepción al gran objetivo de la serie: la muestra de emociones, sentimientos, debilidades, flaquezas, por parte de nuestros líderes; la muestra de humanidad, al fin y al cabo. Quizá no se pueda mostrar aquello que no se tiene.