16 mayo 2011

Por qué no está ganando Nadal

"¿Ganar sólo la Liga? Sería un fracaso. El final de un ciclo... Tendría que dimitir el presidente, irse el entrenador y echar a la mayoría de los jugadores." Pep Guardiola responde a un periodista tras la final de Copa del Rey.

Un paréntesis en el paréntesis porque estoy harto de oír/leer burradas/simplezas/generalizaciones sin rigor.

Desde que Cruyff la popularizara, la expresión "cambio de ciclo" es uno de los tópicos que con más denuedo e irreflexión soba la prensa; especialmente la deportiva, claro. Como en un concurso de preguntas y respuestas donde hubiera que activar un pulsador, el periodista deportivo es capaz de darse de tortas por ser el primero en señalar un cambio de ciclo. Donde sea, como sea, al precio que sea.

- El tenis es uno de los deportes donde más protagonismo tiene la mente. Firmeza, motivación, autoestima, frialdad, capacidad para leer el partido... Elementos que, conjugados o por separado, marcan muchas veces las diferencias entre los muy buenos tenistas, los excelentes y los que pasan a la historia. Y una de las mayores virtudes de Nadal. Y de Lendl. Y de Edberg. Y de Federer. Y de Bjorg. Y de Sampras. Y del Agassi maduro. No de Becker. No de Ivanisevic. No del primer Agassi. No de Bruguera.

- Nadal no ha ganado menos de cinco veces ninguno de los grandes torneos de tierra (no cuento Madrid -torneo postizo y sin historia que, en su próxima edición, se ha empeñado en cargarse toda una tradición como es la pista de tierra rojiza- y sí Barcelona).

- Nadal se encuentra en plena madurez. Cuenta con 24 años y atesora nueve Grand Slams y, si no recuerdo mal, diecinueve Masters 1000. Si disfruta de esa madurez, es porque todos estos años los ha empleado en crecer, en formarse; sólo que, mientras se formaba, ha ido acumulando títulos en su palmarés.

- Factor Federer: Este desarrollo ha coincidido en el tiempo con la plenitud del que pasa por ser, para muchos, el mejor jugador de la historia; un hombre con un palmarés de vértigo al que el balear ha ganado cinco finales de Grand Slam y otro buen número de finales en Masters 1000. El balance de victorias favorece desde hace años a Nadal de manera aplastante. Los dos jugadores han sobrevolado por encima del resto de tal manera que sus ocasionales derrotas siempre se interpretaron como accidentes, convirtiendo cualquier otro encuentro en medianía.

- El declive de Federer coincide con una notable crisis de identidad de Nadal. Tras seis años de duelos con el suizo, y habiéndole derrotado en todas las superficies, Rafa debe de sentir que no tiene nada que demostrar. Su superioridad sobre el resto se ha revelado evidente en todo este tiempo, siendo los demás tenistas los que hoy, como ayer, han de emplearse a fondo para batirle. Más de un lustro de duelos de resultado exitoso con el mejor jugador de la historia (vamos a convenirlo así), merman la motivación de un tenista con una acusada carga de romanticismo.

- Nadal es mejor que Djokovic. El serbio es la antiestética. No sabe correr, no sabe moverse, es torpe y descoordinado. Un pegador sin escrúpulos que, sin embargo, tiene una misión, como la tuvo antes el español: hacer que Nadal humille. Sin embargo, la historia ha demostrado que, por mucho que intimide una bestia parda, el trono acaba en manos de los artistas más tarde o más temprano. El músculo suele resentirse y desgastarse y ejemplos hay a porrillo. Nadal alcanzó el número uno cuando aprendió a correr de una manera más eficiente, a optimizar sus recursos físicos y a situarse en la pista. El manifiesto refinamiento de su técnica le ha permitido, además, ganar dos veces Wimbledon.

- Djokovic no tiene cabeza. Bastará con que pierda dos partidos seguidos para que su autoestima se enrede en interrogantes y se desactiven esos primitivos alaridos que da junto a su tan sospechosamente serbia troupe. Salvo McEnroe, ningún tenista histérico logró asentarse en la cima, pero el estadounidense poseía una autoestima a prueba de misiles, algo de lo que carece el balcánico.

- Nadal es mejor que cualquiera. Sólo se siente como un niño huérfano, obligado repentinamente a ser el cabeza de familia. Papá Federer, el referente, parece haberle dejado el cetro sobre la almohada después de, mientras el niño dormía, darle un beso de despedida en la cabeza para partir hacia un viaje sin retorno. A la mañana siguiente, un Nadal desorientado no entiende por qué tiene que defenderse de nadie, por qué demostrar nada, siendo como es el mejor del mundo. Papá Federer lo sabía, pero ya no está para asegurárselo orgulloso a los vecinos del barrio, a los colegas del curro. Ahora, al pequeño Nadal le remuerde en la conciencia el haberle clavado tantos cuchillos.

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