28 marzo 2023

Mi bulevar. Sus anchas avenidas

Desde antes de salir del portal de casa, ya empiezo a disfrutar del olor de la tarde; la escalera se siente diferente; el estuco y la madera del pasamanos conforman un estímulo inconfundible, muy diferente al de otros momentos del año. En la calle domina un aroma que yo identifico con el de la ropa nueva y el de los champús y los geles reservados para el momento en el que es la semana la que se empieza a hacer vieja. No se distingue si es jueves o es viernes; tampoco importa demasiado porque, tras el almuerzo de mañana, muchos podremos disfrutar igualmente de toda la tarde para recuperarnos. Huele, en definitiva, a ilusión.

Podrían ser las seis o podrían ser las ocho, porque aún no nos hemos acostumbrado al cambio horario; ni yo ni ninguno de los jóvenes que, con mayor o menor vehemencia, se interpelan bajo las acacias; tampoco podría saber la edad de la mayoría de la gente que anda por la calle. Flota en el aire un tácito clima de complicidad en la despreocupación, de alianza en el hedonismo; un hedonismo inocente y, en muchos de los casos iniciático; en otros, renovado, como en el caso de la pareja de mediana edad que pasea, intercalando serenas impresiones con silencios tan prolongados como confortables, alojados bajo el incomparable techo que proporciona la falta de necesidad de rellenar el espacio con ruido.

Tampoco se puede reprochar a los músicos callejeros querencia alguna por el horror vacui; sólo hacen su trabajo. Y es que todo encaja hoy con fluidez; la temperatura, la humedad, el movimiento justo del aire; sonidos, olores, densidad de población.

Me asomo al bulevar tratando de no pensar que pronto se hará de noche, y entonces la ciudad ya no será acogedora, sino un ente insondable y frío, un decorado de cartón piedra que habrá dejado de pertenecerme en lo más mínimo y que sólo identificaré con el lugar donde no la puedo encontrar; el lugar donde ni siquiera sé si permanece pero que, sin embargo, no puede despojarse de su presencia; el lugar que parece haberse mimetizado con ella en cada anuncio, en cada taxi, en cada plaza; todo ello en una continuidad que no permite distinguir la vigilia del sueño; la ciudad continúa con su legendaria vitalidad cuando me vence el cansancio tras posar la cabeza sobre la almohada, cuando continúo mi búsqueda.

Llevo semanas reprimiendo mis ganas de preguntarle si se esconde de mí o si, tan solo, no me quiere lo suficiente como para renunciar a seguir viviendo su vida. Es inútil tratar de despejar una incógnita que se resolverá con el tiempo; también son inútiles los intentos que hago por intentar descifrarla o por pensar en otra cosa.

Me consuelo a medias pensando que no soy el único que está solo. Porque ella está sola, camuflada su soledad entre las luces, las vanidades y las efímeras ambiciones de la gran ciudad, mientras huye hacia adelante, con el resguardo amarillo de una nueva solicitud de prórroga en un bolsillo interior,  en un intento vano, pero eficaz, por despistar sus sentimientos. Lo malo es que aún no he conseguido volverme cínico y mañana se repetirá todo.



16 marzo 2023

La mujer del carrito de supermercado que vendía discos en Chueca y Malasaña

La mujer iba siempre con un carrito de supermercado. Creo recordar que de color azul, morado o violeta. Puede que fuera de cuadros con fondo blanco.

Era alta, delgada y vieja; no muy vieja, pero lo suficiente cuando los treinta años todavía son una amenaza tan inminente como lejana. Decía que era alta, delgada, muy delgada, vieja y llevaba gafas redondas con la montura dorada y fina; también, una cola de caballo; era pelirroja; tenía una nariz enorme y la cara muy chupada. Usaba vestidos de una pieza de colores alegres.

Hablaba con dulzura y entusiasmo de los discos que portaba en el interior de su carrito. Discos. En un carrito de supermercado. Discos precintados, nuevos; ofrecidos a los jóvenes, modernos y con pretensiones, que apuraban su mileurismo en las terrazas de ese Madrid que, a principios del siglo XXI, ya empezaba a ser más cool que Barcelona.

En los grandes almacenes donde trabajaba, hablábamos de ella. Nos preguntábamos qué hacía. Las teorías eran de lo más variopinto. Algunos decían que solía venir los domingos a comprar y, en efecto, así era. Yo mismo la atendí varias veces. 

Nos mirábamos haciéndonos pequeños gestos de complicidad cuando la veíamos aparecer, pero nadie se atrevía a preguntarle qué hacía paseándose con un carrito de la compra lleno de discos; si los vendía o si los regalaba o si los prestaba.

Este tipo de advertencias se suelen hacer al principio de los textos, pero esta historia no va de nostalgia; más bien, todo lo contrario. Una noche, un amigo y yo fingíamos serenidad económica sentados en una de esas terrazas de Chueca. Apareció ella con su carrito de discos. Pregunté a mi amigo si la había visto, si sabía qué hacía. Él se cuestionaba las mismas cosas que yo, que todos.

Años después, mi amigo me confesó en una agria conversación que no me soportaba y que no quería tener más relación conmigo. Aquello no me ofendió; me pareció respetable y perfectamente comprensible. No sé quién se puede soportar a sí mismo cuando, cada cinco o siete años, tiendes a avergonzarte de tu yo cinco o siete años más joven.

A veces, pienso en mi ridícula y estúpida reacción ante la llegada de la señora como uno de los ingredientes que desencadenaron nuestra ruptura. La llamé con fingida naturalidad; me hice el sueco ante el hecho de que llevara discos en el carrito, impostando sorpresa e ilusión; mostré interés y le acabé comprando un disco de Françoise Hardy por un precio bastante más caro de lo que me habría costado a mí como trabajador de esos grandes almacenes franceses. Ella era adorable, encantadora. Yo actué como un gilipollas; movido por un banal e incomprensible corporativismo, me había comportado como un detective de pacotilla gastando ridículamente mi dinero. Por supuesto, mostré satisfacción y complacencia por averiguar que la señora, sencillamente, revendía los discos dos o tres euros más caros que en la tienda. Toda una hazaña la mía. Mi amigo guardó silencio.

07 marzo 2023

La BBC que no será

Como dejé de ver telediarios desde el momento en el que apareció Pablo Iglesias en escena -hace ya alrededor de nueve años; más o menos la época en la que también dejé de escribir en este blog- no sabía que se había jubilado Jesús Álvarez o, a decir de él, que lo habían jubilado.


Sé que muchas veces resulta muy cansina mi generación, siempre insistiendo en pringar a los que nos rodean con nuestra melaza nostálgica; pero mejor nostalgia que adanismo, ese omnipresente hermano mayor de la ignorancia supina. No en vano, los nacidos entre 1970 y 1980 estamos ahora en nuestro cénit; ni tan jóvenes ni tan viejos, como decía aquél; además, somos muchos; así que a los de las restantes décadas les queda un rato aguantando nuestra chapa; a unos más que a otros, claro.

Pero esto no va de nostalgia, sino de la certeza de una oportunidad perdida; lo frustrante es que ni tan siquiera era una oportunidad; se trataba de una realidad, de un legado que mantener. Hablaríamos más correctamente de una herencia dilapidada. Dicen que no se debe despreciar a las personas de cuna meneá si, pasados unos años, continúan siendo ricos. Parece que no es del todo sencillo mantener el patrimonio heredado cuando éste sobrepasa un piso de 120 metros cuadrados, un local comercial y un par de garajes. 

Supongo que esta es la razón de que la inmensa riqueza que atesoraba RTVE se haya visto socavada de manera sorda pero constante desde el momento en el que Pilar Miró abandonó el ente público. Me ha resultado profundamente descorazonador leer los certeros análisis de Jesús Álvarez en esta entrevista; resultaría demasiado barato, ingrato y simplista tildar al histórico presentador de llorón o victimista por la denuncia que, durante la conversación, lleva a cabo al explicar que nadie se ha reunido con él ni le ha contestado al teléfono para escuchar sus proyectos, ya que sólamente apela a un valor que no debería ser discutido y al que cada vez se le da menos espacio: la educación.

Más allá de las formas que hayan rodeado a la despedida del veterano periodista, y también más allá de la oportunidad de los objetivos administrativos y contables que estén detrás de ella, resulta evidente que RTVE hace tiempo que renunció a cuidar el talento. Lo más revelador de la entrevista no es que a Jesús Álvarez no se le haya tratado con el deseable respeto tras 47 años de desempeño en la casa, sino la deriva externalizadora de la corporación pública y el desprecio por los grandísimos y experimentados profesionales que debieron de morir con los micrófonos de corbata puestos. Esto no es nuevo; ya ocurrió en 2006, cuando aquel infame ERE retiró de la circulación a una división de profesionales legendarios, también de los que hacían su trabajo detrás de las cámaras. El proceso, como se puso de relieve años después, no solucionó la sisífica deuda del ente público, pero sí sirvió para restarle a RTVE el debido prestigio y músculo que, por historia, presupuesto y misión empresarial, la debería colocar, sin titubeos, como faro y referente indiscutido de la comunicación, no sólo en nuestro país, sino en todo el ámbito hispanohablante.

Algunos nombres que nunca debieron desaparecer de las ondas o de las pantallas en esa ocasión: José Antonio Maldonado, Rosa María Calaf, Chema Rey, Pedro Erquicia, Ángel Gómez Fuentes, Juan Manuel Gozalo, Sebastián Álvaro, Agustín Remesal, Jesús Ordovás, Julio César Iglesias, Ramón Trecet. Todos aquellos que tuvieran, les refresco la memoria ahora que somos todos más talluditos: ¡más de 50 años! Una auténtica salvajada que afectó a más de 4.000 empleados. Y que impulsó, por cierto, el PSOE. Conviene no olvidar tampoco este simpático matiz.

Hablamos de recursos humanos. No me voy a meter en la producción de programas; no voy a dedicarme a cantar ahora las bondades de La clave y La edad de oro.

Lean la entrevista a Jesús Álvarez. En muy poco espacio señala, con serenidad y lucidez, demasiados males en un ente que lleva demasiados años siendo mal gestionado para desgracia de todos.