23 octubre 2025

La vieja política o el síndrome de Santillana

Cuando Juan Carlos I abandonó nuestro país en pleno verano de 2020, se me quitaron las ganas de seguir escuchando XRey. Había disfrutado mucho del podcast en los meses tardíos del confinamiento y también cuando acudí a Algeciras para formar parte de uno de los tribunales de selectividad en aquel accidentado curso. Pude reconocer en el discurso una manera de relacionarse con el escenario político, con la Constitución, con la monarquía parlamentaria, que me resultaba completamente familiar; aquello parecía despojado del nuevo lenguaje despiadado y destructivo que había surgido con fuerza desde el infausto (y nunca creíble) 15M. Era periodismo del de siempre, vinculado a la escuela de Victoria Prego, la mujer que logró convencernos de que la Transición fue un proceso fácil porque acabamos identificando el período con su asombrosa agilidad para la narrativa y el análisis político sin tan siquiera necesitar el filtro de la perspectiva histórica, de la distancia temporal. Era, digo, periodismo del de siempre; y por eso pensé que no tendría demasiado futuro y que a ese producto, y los subsiguientes producidos por esos chicos, se les endosarían las etiquetas de la ramplonería y la falta de colmillo.

Pero llegó esa desgraciada fecha, el 3 de agosto de 2020. Juan Carlos de Borbón abandonó España para instalarse en Abu Dabi. Al principio, muchos no comprendimos su decisión, ya que validaba todos los prejuicios en su contra de beneficiarse de manera opaca de sus buenas relaciones con los controvertidos regímenes del Golfo Pérsico. El tiempo y el reposo de las ideas permitieron comprender que su presencia hubiera sido imposible en ningún estado hispanoamericano o europeo, dada la enorme dimensión de su figura histórica y la proyección de su sombra; como imposible se había revelado su permanencia en España bajo unos presupuestos de discreción que el rey padre no siempre era capaz de mantener. 

Entonces, decía, yo no fui capaz de terminar el podcast; algo se había roto en mí o, para ser más exactos, me vi invadido por la abulia y la melancolía. Escuchar XRey me había vitaminado -no reconciliado porque jamás hubo pelea ni ruptura- con aquello que los cursis aspirantes a antisistema habían bautizado peyorativamente como «Régimen del 78». El viaje sin billete de vuelta del Rey emérito a los Emiratos fue el tiro de gracia a mi escasa fortaleza mental; y esos comprimidos vitamínicos en forma de podcasts que, a pesar de todo, no eludían el juicio crítico al reinado de Juan Carlos I, ya no me eran útiles ni como placebo.


Hace un par de semanas supe que Álvaro de Cózar, el artífice de XRey, había ideado y dirigido una serie documental sobre los cuatro expresidentes democráticos vivos, La última llamada; escuché la entrevista que le hizo Alsina en Onda Cero y vi el vídeo del making off en El País. Volvía a percibir algo reconocible y familiar en aquella producción, aún sin haber visionado un solo minuto. En el vídeo del periódico de PRISA, Álvaro le aseguraba a Felipe González que ya aparecía en sus libros del colegio. Quizá fuera eso: nuestros libros del colegio, los «Sociedad» (Sociales) de Santillana que, junto a la TVE de calidad que conocimos y la justificadísima complacencia de los ochenta y parte de los noventa, armaron nuestra educación y nuestra visión del mundo, de la democracia, de la Constitución de 1978 y del franquismo; éste como algo cercano en el tiempo pero lejano en las mentes; algo superado que, indudablemente, jamás volvería ni como impulso nostálgico. Y digo «nuestros libros» porque Álvaro de Cózar y yo hicimos la EGB en el mismo colegio, un centro de Cádiz capital que había pasado de estar en manos de una orden religiosa a la anomalía de que su administración correspondiera a la Diputación. Hasta el curso 87/88 o así, el colegio contaba incluso con un internado; su alumnado era mayoritariamente de extracción humilde, así que Álvaro, Alvarito, siempre brilló con luz propia.


He devorado en un par de tardes los documentales sobre los expresidentes; la producción vuelve a situarse en las coordenadas del gran periodismo español (hasta la dicción de de Cózar recuerda a Victoria Prego por momentos), dejando, como solía hacerse antes de que nos trataran de pastorear a todos como a imbéciles, a criterio del espectador la elaboración de las conclusiones, el mantenimiento de filias y el cuestionamiento de fobias. El intervalo temporal hace más fácil simpatizar con González y Aznar, celebrar sus aciertos, perdonarles sus fallos y entender sus errores. No hay chispas entre dos personajes que jamás tuvieron química pero que, con los años, han logrado armar una relación cordial y fluida.

El propósito principal de la serie, que no es otro que la apertura personal de los líderes, el conocimiento de sus emociones y sentimientos por parte de los espectadores, de los ciudadanos, se ve mermado en los capítulos tercero y cuarto. La bonhomía y el bien ponderado sentido del humor de Mariano Rajoy son suficientemente conocidos, ademas de resultar demasiado recientes, por el público objetivo de este documental; curiosamente, el personaje que en apariencia resultaría el más jugoso
de los cuatro se convierte en aquel al que menos partido se le extrae, dirigiendo incluso alguna puyita (presentación de presupuestos)  al actual Gobierno. En lo que respecta a Zapatero, el leonés se esfuerza por ser cercano y natural, tratando de disimular dos elementos: la dimensión de su narcisismo y un irritante instinto propagandístico en el que incurre con una vehemencia inusitada una de las componentes de su equipo. Zapatero, escurridizo y frío pese a las apariencias, es la excepción al gran objetivo de la serie: la muestra de emociones, sentimientos, debilidades, flaquezas, por parte de nuestros líderes; la muestra de humanidad, al fin y al cabo. Quizá no se pueda mostrar aquello que no se tiene.


10 marzo 2025

Tardes de soledad. Años de ignorancia.

Describía Isabel Vázquez (autodeclarada como anti-antitaurina) allá por septiembre, cuando vio el pase en San Sebastián, un ambiente de conmoción que situaba a la obra de Albert Serra en una inapelable posición de favoritismo para la obtención de la Concha de Oro; según la especialista en cine de La Cultureta, sólo una manifiesta arbitrariedad y/o la intervención de motivaciones políticas podrían haber privado a Tardes de soledad del máximo galardón en la cita donostiarra. Asimismo, refería una situación de desconcierto que, desde mi posición de oyente, se identificaba con aquel que sólo son capaces de producir las obras maestras.

Parto de una necesaria base aclaratoria: Yo no entiendo nada de toros. Sí es un mundo que me resulta fascinante y que hago lo que puedo para conocer y así aprender a saborearlo, pero siento que es muy complicado llegar a hacerlo sin que ese conocimiento haya sido administrado desde la infancia. Apenas soy capaz de distinguir cuando el matador lo hace bien o lo hace mal; ni mucho menos de indignarme debido a disyuntivas de pureza y ortodoxia versus transgresión y heterodoxia, más allá de hechos muy incontestables, como cerrar una plaza sólo para mujeres, el salto de la rana o mordisquear el pitón de un astado.

Tampoco es que entienda mucho más de cine, claro. ¿Por qué hablar de Tardes de soledad entonces, más allá de que sea un fenómeno que podría estar superando entre los diletantes como yo el impacto de la reaparición en 2007 de José Tomás? Bueno, porque otra cosa no, pero sabemos emocionarnos ante obras cuyo recuerdo, demasiado poco tiempo después, nos ponen los vellos de punta.

Citando de nuevo aquella intervención de Isabel Vázquez, decisiva para crear en mí una fuerte expectación por ver la película, recuerdo cómo desgranó las muy diversas reacciones del respetable tras el pase en el festival vasco: Antitaurinos indignados, taurinos confusos, indiferentes noqueados, antitaurinos rendidos, taurinos abducidos, indiferentes bostezando, taurinos iracundos, indiferentes extasiados... Todo un abanico de reacciones que, de entrada, consolidaba la idea de que la película era libre, independiente, sin ningún ánimo de buscar la palmadita en el hombro de ningún colectivo, sin más propósito que el de abordar la fiesta desde una perspectiva cinematográfica, acaso el más ambicioso de los objetivos, el de abrirse camino sin tomar partido, simplemente mostrando, enseñando, en lo que será un ejercicio preciosista, pero crudo; visceral, pero aséptico. Contradicciones. Como en la lidia. Como en la vida.

La pesadumbre y la decepción se pueden encontrar en varios textos de críticos taurinos que, seguramente, esperaban encontrar un documental que ensalzara de una manera más diáfana la fiesta y en la que echan de menos al público y otros agentes imprescindibles del mundo del toreo. Sin embargo, Albert Serra ha elegido poner el foco en toro y torero, prescindiendo de imágenes de los tendidos, del palco, de los cielos de Madrid, Santander o Sevilla. Primeros planos rodados con un nivel de detalle sobrecogedor y en los que cobra una especial relevancia el despliegue técnico llevado a cabo por los especialistas de sonido, lo que nos permite recrearnos en la porfía entre matador y astado, además de buscar apoyo, respiro y empatía entre las continuas exclamaciones, ánimos y exabruptos de la cuadrilla, única concesión -quién sabe si por la imposibilidad de ser eliminada- del director más allá del protagonismo casi absoluto de las dos figuras principales. 

Impresiona pensar horas más tarde del visionado de Tardes de soledad que Serra ha logrado crear una trama, trenzar un arco narrativo. Emociona recordar varias escenas y reparar en que esa, y no otra, es tu favorita. Descoloca reconocer cómo con una arquitectura monótona -lidia, furgoneta, hotel, furgoneta, lidia...- se ha erigido un relato coronado por la indiscutible plasticidad del (afortunado) percance sufrido por el maestro peruano en Santander. ¿Nos ponemos a hablar ahora de lo siniestro, la muerte, el Eros / Tánatos, etc.? Qué aburrimiento...

Hay relato porque los toros tienen presencia y carácter; porque se ha logrado plasmar la nobleza cuando la había, como en el segundo y enorme morlaco de La Maestranza, y también la incertidumbre cuando era ésta la que reinaba. Podrían ser muchos los momentos en los que el instinto puede llevar al espectador a apartar la mirada, pero hay que recordar las palabras del director, cuando aseveraba que del toro era bonita hasta su muerte; por eso, por respeto al animal, me quedé observando un par de puntillas fallidas, un espasmo, una lengua que entraba, que salía, otro espasmo y, más allá, unos ojos que no acababan de cerrarse. 

Por su parte, Roca Rey es representado como una nueva encarnación de Apolo; hierático, frío, analítico, distante, resolutivo, revanchista, implacable, ambicioso, pero también grato. E inseguro, templado, contenido y atormentado. Sí, como Apolo.

18 mayo 2023

Nadal y la planificación de la dignidad

Desde que Zidane anunció que, al finalizar la temporada 2005/06, abandonaría los rectángulos de juego, no recordaba que un deportista de talla mundial organizase su retirada de una manera tan minuciosa. Los tiempos de las carreras deportivas, salvo cuando se trata de la (últimamente) fibromiálgica modalidad del tenis femenino, se han alargado considerablemente con respecto a las costumbres con las que nos educamos la generación dominante, la generación boomer. Para nosotros, era un mecanismo instintivo dar por terminada una trayectoria futbolística, baloncestística o tenística desde el momento en el que el atleta rebasaba la barrera de los 30 años. Los casos de Peter Shilton, titular de la portería inglesa hasta los 40 años y profesional hasta los 48, o del singular Roger Milla, eran tan excepcionales que, sin mayores discusiones, se adueñaban de la etiqueta de legendarios o míticos.

Sin embargo, de un tiempo a esta parte, es práctica habitual que muchas figuras alarguen su carrera por encima de los 35 años. Ahí están los casos cercanos de Pau Gasol, Benzema, Messi, Modric o Fernando Alonso. Sobre este último y la Fórmula 1, añadiré que recuerdo un reportaje sobre Riccardo Patrese -segundo de Nigel Mansell- en el que se le retrataba como a un  reconocido veterano, pues ya atesoraba la venerable edad de ¡33 años!

El mundo ha cambiado mucho y, como quiera que el aspecto de una persona de 45 años de 2023 no es el mismo que el de una persona de 45 años de 1983, como quiera que nuestros mayores viven por encima de sus posibilidades, la vida profesional de los deportistas se alarga cada vez más de manera lógica y natural. En la imagen, un señor de 29 años de mediados del siglo XX.

«El padre y el hijo», de Manuel Ferrol
A partir de aquí, cabe analizar los motivos por los que Nadal ha hecho su anuncio, enjuiciarlos y opinar sobre ellos. Durante 2022 me sentí muy solo en mi postura; creía que Rafa debía jugar una temporada más, la de 2023, y despedirse de sus torneos favoritos; lo pensaba porque durante el año pasado ganó a todos, incluso pasando por encima, cuando se encontró en igualdad de condiciones; sin la rotura abdominal, es bastante probable que hubiera sumado el anhelado tercer Wimbledon y, desde luego, la final de Indian Wells, perdida previamente ante Fritz por una lesión en la misma zona. Sin embargo, la mayor parte de la gente con la que conversaba insistía en que debía despedirse ya y dedicarse a la familia, instalados la mayor parte de las veces en ese jordanismo tan extendido como mal entendido, ese ideal de retirarse «en lo más alto».

Veinte años disfrutando del genio de Manacor y tengo la sensación de que el público no ha aprendido nada o no ha entendido nada. Durante su trayectoria, Nadal ha cimentado el éxito sobre su indestructible pasión por el tenis y por la competición; no se trata de ganar 23 Grand Slams, ni tampoco de liderar la clasificación de campeones de Masters 1000, sino de ganar un partido más, un torneo más, un Grand Slam más. Porque sí. Por sí. Por él, vaya. ¿O es que no se acuerdan de Miguel Induráin? Él lo explicaba muy claro: no quería el tercer Tour, ni el cuarto, ni el quinto; quería un Tour; Miguel no contaba cuántos acumulaba, simplemente quería ganarlo siempre.

Sé que es un matiz sutil; se necesita haber sido muy antisocial y haber consumido muchas horas de televisión mientras otros disfrutaban de la adolescencia como se debe, y no acalorado en un sofá, sin aire acondicionado, pegado al aparato viendo Estadio 2 un sábado por la tarde cualquiera, para hoy poder captar estas pequeñas modulaciones de tono. Pero me resulta desesperante escuchar a nadie afirmar desahogadamente que Nadal quiere continuar por la rivalidad con Djokovic y por liderar la carrera de los Grand Slams.

Nadal quiere jugar; para jugar necesita ganar por una sencilla razón: si lo eliminan, sólo juega un partido. Para ganar partidos, para tener continuidad, hace falta ganar el primero, el segundo, el tercero, el cuarto, así como hacerlo ante rivales exigentes; a ser posible, con un ritmo y un estilo de juego que se adapte al tuyo (no como cuando en 2015 lo eliminó de Wimbledon el mamarracho de las rastas que, a día de hoy, acumula cero títulos individuales). Una vez con ritmo de partidos y torneos se alcanza la velocidad de crucero. El problema que se viene dando en los últimos tiempos es que, cuando Rafa ha disfrutado de esos momentos dulces, ha tendido a caer lesionado. La explicación es sencilla: la acumulación de partidos, con la exigencia física que conlleva, le permite alcanzar la excelencia técnica y el rendimiento óptimo, pero, ay, su físico de 37 se resiente ante la acumulación de tres o cuatro torneos si logra alcanzar las rondas finales. Es un círculo vicioso. Necesita jugar mucho para estar bien (como todos); pero si juega mucho, la máquina acaba fallando.

Por eso, Rafa ha decidido apostar el todo por el todo. No quiere dejar la que ha sido su vida con esa triste imagen, con ese infausto recuerdo, de su lesión en Australia. Sencillamente, no le sale de los cojones. Quiere despedirse del deporte que le ha hecho feliz limpiamente, jugando por última vez sus torneos favoritos, permitiendo al público que le quiere vitorearlo una vez más, gritarle «¡vamos, Rafa!», disfrutar de sus inverosímiles passings, recuperaciones y ganadores a la cruceta de la pista. Quiere brindarnos eso y nosotros (y acabo a lo Sostres) pobres mediocres, que no valemos ni un 1% lo que él, que deberíamos preguntarnos acaso cuál ha sido nuestro miserable medio, si lo hubiere, para embellecer y mejorar el mundo que nos rodea, se lo queremos quitar. Nosotros, que le faltamos el respeto a Dios cuando osamos discutir que una de sus criaturas más afortunadas y dotadas de talento se permita seguir disfrutando de los dones que el Creador ha puesto a su disposición para, acaso, manifestarse ante nosotros una vez más. Nosotros, como el pueblo hebreo, traicionamos una vez más a nuestro esforzado guía, obligándole a arrojar sobre nuestras cabezas la furia de nuestro Señor manifestada en las tablas de la Ley; forzándole a apoyarse en el báculo para asistir de nuevo a la Revelación. No te merecemos, Rafa, así que, si lo haces, hazlo por ti. (fin de la sostrada).

En lo puramente práctico, que no deja de ser importante, esta tarde AS ha hecho mención, por primera vez, al ránking protegido. Ayer leí en algún medio que Nadal tendría que empezar a defenderse desde el puesto 130. Es imposible ser más indocumentado, es que no se puede.

Finalizo destacando la solvencia de Nadal a la hora de analizar y administrar sus debilidades y amenazas. Un periodista le preguntó cómo se sentía. Él responde que se siente bien; duda e insiste; probablemente, a sí mismo: «Sí... bien... me siento bien... Sí... Al final hay que aceptar las cosas; ya te puedes enfadar, ya te puedes poner triste, que es lo que hago [en la intimidad, cuando toca] pero a partir de ahí, miramos al futuro». En tiempos de exhibición pseudosentimental, de pasaportes de pureza de sangre extendidos sobre la calidad y la cantidad de las lágrimas vertidas en escena, es de agradecer que un personaje público muestre entereza al enfrentarse al ocaso de su carrera. Ha gestionado la frustración, no niega su tristeza, su enfado, su impotencia, pero sabe que sería un insulto para mucha gente llorar como un niño mimado con todo lo que la vida le ha proporcionado.

25 abril 2023

No cuesta nada

Te paso unos cuantos consejos para utilizar el lavavajillas. Se basan en mi propia experiencia y en nada más. Yo no estoy de acuerdo en cómo lo pone casi nadie, así que tampoco pretendo que se me dé la razón.

El lavavajillas, bien utilizado, permite ahorrar agua y electricidad/gas. Un lavavajillas que funcione bien -y que no sea demasiado viejo, claro- gasta menos agua que la que se necesita para un lavado a mano y también menos detergente; eso es porque para lavar utiliza agua caliente a presión; esa es la base de todo. Como quedan platos y vasos con el lavavajillas no quedan fregándolos a mano. Y, sobre todo, los plásticos, que siempre hay que meterlos.
Por esto que te cuento en primer lugar, es del género bobo prelavar una vajilla que se vaya a meter en el electrodoméstico con agua caliente y fregándola con un estropajo. Eso se hacía muy antiguamente, cuando los lavavajillas eran totalmente ineficaces; ahora no tiene ningún sentido. Sí lo tiene si no hay ninguna intención de activar el aparato inmediatamente o en pocas horas; pero para hacer ese esfuerzo, es mejor continuar hasta el final y lavar totalmente la vajilla a mano.
Por lo tanto, si se va a activar en pocas horas (del mediodía a la noche) y la comida ha sido de poca presencia, basta con pasar por los platos una servilleta sobre la basura para eliminar los restos (ensaladas, pastas, arroces, carnes...) y luego, si no se va a activar inmediatamente, un ligero enjuague en el grifo con agua fría (legumbres, sopas, pastas, carnes...). Si se va activar inmediatamente, ni siquiera hay que enjuagar, pues ya lo hace él en el primer paso: un enjuague con agua fría a presión. En los lavavajillas modernos ese agua sucia le sirve al aparato para analizarla y así hacer un cálculo del tiempo y de la temperatura que va a tener que alcanzar para limpiar mejor (modos Auto o Eco).
Lo que nunca se puede hacer es dejar los platos sin apenas enjuagar y el lavavajillas sin poner. Es la muerte del aparato. Una vez que el lavavajillas adquiere olores, es muy complicado quitárselos. Es mejor programar una opción lo más corta posible con pocas cosas que arriesgarse a que los platos sucios se queden ahí. Siempre, además, hay algunos elementos que se pueden meter para completar: jarras de agua, piezas de exprimidores, de cafeteras eléctricas, los propios tapones del fregadero...
Si alguna vez se te olvida una vajilla sucia, pero sucia de verdad en el lavavajillas, es mejor que no la laves a mano, sino que lo pongas con un programa potente. 
Respecto al jabón, no compres pastillas ni jabón líquido de marca blanca. No merece la pena. No lo hagas. Yo las he probado todas y en el lavavajillas no funcionan las marcas blancas, sólo las marcas líderes: Fairy, Calgonit y Somat. Todo lo demás es una mierda. Estas marcas son bastante caras, por lo que lo que yo hago es comprar siempre en oferta. Nunca las he comprado a su precio normal. Compro la marca que esté en oferta en Hipercor (me da igual cualquiera de las tres, aunque yo prefiero Fairy) cuando la 2ª unidad tiene el 70% de descuento y voy acumulando. De otra manera, es carísimo. 

Para complementos como el abrillantador y la sal de lavavajillas, sí puedes usar marca blanca, que no pasa nada. De todos modos, las pastillas modernas vienen con todo integrado, incluso la sal diluida y el lavavajillas, pero en muchas zonas conviene administrarle sal al aparato, que prolonga su vida y lo protege de la cal. Ojo, sal de lavavajillas, no sal de mesa; la venden en cualquier supermercado y no cuesta ni un euro si no es de marca. El abrillantador lo incorporan las pastillas modernas, pero no pasa nada por ayudar al aparato; el abrillantador sirve para secar, dura muchísimo y es muy barato.
Creo que no se me olvida nada.

Adaptación de correo a familiar

28 marzo 2023

Mi bulevar. Sus anchas avenidas

Desde antes de salir del portal de casa, ya empiezo a disfrutar del olor de la tarde; la escalera se siente diferente; el estuco y la madera del pasamanos conforman un estímulo inconfundible, muy diferente al de otros momentos del año. En la calle domina un aroma que yo identifico con el de la ropa nueva y el de los champús y los geles reservados para el momento en el que es la semana la que se empieza a hacer vieja. No se distingue si es jueves o es viernes; tampoco importa demasiado porque, tras el almuerzo de mañana, muchos podremos disfrutar igualmente de toda la tarde para recuperarnos. Huele, en definitiva, a ilusión.

Podrían ser las seis o podrían ser las ocho, porque aún no nos hemos acostumbrado al cambio horario; ni yo ni ninguno de los jóvenes que, con mayor o menor vehemencia, se interpelan bajo las acacias; tampoco podría saber la edad de la mayoría de la gente que anda por la calle. Flota en el aire un tácito clima de complicidad en la despreocupación, de alianza en el hedonismo; un hedonismo inocente y, en muchos de los casos iniciático; en otros, renovado, como en el caso de la pareja de mediana edad que pasea, intercalando serenas impresiones con silencios tan prolongados como confortables, alojados bajo el incomparable techo que proporciona la falta de necesidad de rellenar el espacio con ruido.

Tampoco se puede reprochar a los músicos callejeros querencia alguna por el horror vacui; sólo hacen su trabajo. Y es que todo encaja hoy con fluidez; la temperatura, la humedad, el movimiento justo del aire; sonidos, olores, densidad de población.

Me asomo al bulevar tratando de no pensar que pronto se hará de noche, y entonces la ciudad ya no será acogedora, sino un ente insondable y frío, un decorado de cartón piedra que habrá dejado de pertenecerme en lo más mínimo y que sólo identificaré con el lugar donde no la puedo encontrar; el lugar donde ni siquiera sé si permanece pero que, sin embargo, no puede despojarse de su presencia; el lugar que parece haberse mimetizado con ella en cada anuncio, en cada taxi, en cada plaza; todo ello en una continuidad que no permite distinguir la vigilia del sueño; la ciudad continúa con su legendaria vitalidad cuando me vence el cansancio tras posar la cabeza sobre la almohada, cuando continúo mi búsqueda.

Llevo semanas reprimiendo mis ganas de preguntarle si se esconde de mí o si, tan solo, no me quiere lo suficiente como para renunciar a seguir viviendo su vida. Es inútil tratar de despejar una incógnita que se resolverá con el tiempo; también son inútiles los intentos que hago por intentar descifrarla o por pensar en otra cosa.

Me consuelo a medias pensando que no soy el único que está solo. Porque ella está sola, camuflada su soledad entre las luces, las vanidades y las efímeras ambiciones de la gran ciudad, mientras huye hacia adelante, con el resguardo amarillo de una nueva solicitud de prórroga en un bolsillo interior,  en un intento vano, pero eficaz, por despistar sus sentimientos. Lo malo es que aún no he conseguido volverme cínico y mañana se repetirá todo.