Navidad en Madriz
Tres años viviendo las navidades madrileñas. Aquí supe que, para las gentes “de provincias”, la Navidad de Madrid pasa por ser el período extraoficial de fiestas de nuestra capital. Sólo encuentro otra cita popular capaz de hacerle sombra (una sombra muy tenue, aún así): El Día del Orgullo Gay. Por lo demás, la Almudena y San Isidro, más que fiestas, son períodos de éxodo en los que el madrileño tiende a poner tierra de por medio, y, el número de visitantes del resto de la nación (con perdón) no alcanza mayor competencia con el de cualquier fin de semana del año.
Hoy por hoy, yo, como neo-empadronado, pensaría que, en efecto, es la Navidad lo que la capital con menos tradición de Europa puede contraponer a una Semana Santa de Sevilla, a unos Sanfermines, al Carnaval de Cádiz o a las Fallas valencianas.
Dicho lo cual, se me ocurre que a Madrid le falta una tercera cosa que la diferencia, no necesariamente para mal, oigan, del resto de grandes capitales europeas. Siempre eché de menos un río (esa cosa, con algo parecido a agua, llamada Manzanares no tiene nombre) y lo de la Catedral de la Almudena, clama al cielo (nunca mejor dicho) aún más desde los infames grafittis de Kiko Argüello. Pues sí, la tercera cosa es una fiesta que atraiga al resto del país. Aunque el madrileño, chovinista por definición, diría que Madrid SIEMPRE es una fiesta. Como vivo aquí, supongo que así es. Más me vale.
Así pues, concluimos que la Navidad es la fiesta de Madrid. Y es que, si no fuera así, no cabría explicación para el hecho de que la ciudad entera, de Norte a Sur, se encuentre saturada desde el puente de la Inmaculada hasta el 8 de enero. No, no basta con la gente de la Sierra, ni con el cinturón de ciudades-dormitorio que rodea al núcleo, no. Tiene que haber venido más gente, digo yo.
Todos tenemos una madre, o un familiar, que está “deseandito de venir”, normalmente, “para ver las luces”, o “los belenes de la Plaza Mayor”. Yo creo, incluso, que el ansia oculta de todo matrimonio joven con hijos pequeños es que el menor se pierda en este último lugar. A ser posible, mientras elige figuritas de belén con un abuelo que se parezca a Pepe Isbert. Siempre que luego aparezca, claro.
Es el “Síndrome de Chencho”. Y es que el peso social del benjamín –benjamín sólo hasta que vino la “una más”, María, que por ser la decimosexta, su pobre madre, lógico, no lo contó- de “La Gran Familia” es todavía muy importante en nuestra España cuando llegan las navidades. De unos años acá, el calvo de la lotería trata de hacerle sombra, pero Chencho aguanta como un concursante de GH. Faltaría más. Y eso que el calvo, al nacer, tampoco debió de pasar desapercibido para su madre...
Pero que alguien levante la mano si no es la bajeza humana lo que le lleva a disfrutar de una escena en la que un personaje tan entrañable como Pepe Isbert se desespera -el hombre- dando vueltas por La Latina, y no por las papas bravas ni los vinos precisamente. Es dramático. Muy dramático. Después dirán que si el neo-realismo italiano, que si “Ladrón de bicicletas”... ya... sí... claro... ¡Ayyyy! Si es que no nos vendemos bien... si esa escena la llega a rodar Vittorio de Sica, estaría más que consagrada, pero claro, nosotros somos así... y tuvo que llegar Trueba para poner el cine español donde se merecía con Belle Epoque (hugh!). Ah, claro, no, el óscar anterior de Garci no cuenta, que es muy aburrido, que es muy lánguido. No, no, quita, por Dios.
Me estoy dispersando, y yo sólo quería decir que no recomiendo a nadie venir a Madrid en Navidad, como tampoco aconsejo visitar Cádiz durante los carnavales.
Porque es un coñazo. No se puede andar por la calle, casi literalmente, y la gente anda desquiciada, con el demonio en el cuerpo y ocasionando accidentes con el coche de manera voluntaria para descargar adrenalina. ¿No lo entienden? Yo tampoco. Pero es que ya lo he dicho: La gente anda desquiciada.
En resumen. La era posmoderna encontró un elemento importantísimo de transgresión cuando muchas personas se atrevieron a decir que la Navidad les deprimía. Hoy, en Madrid, los días que cabalgan entre un año y otro, ni siquiera tienen la facultad de deprimir. Simplemente estresan (más).
Iosu Pongo, firma invitada