La cabina
Dentro de la cabina de pasajeros de un vuelo hacia EEUU, uno no pondría la mano en el fuego por asegurar la nacionalidad de nadie, salvo casos muy flagrantes, como el de dos pelirrojos obesos, con gorra y tenis él, con sandalias y patucos fucsia ella, y con pinta de supervivientes de Woodstock. Se dan unos minutos de transición neuronal durante los cuales no aciertas a decir ni “sorry“ ni “usted perdone“.
De todos modos, yo tengo un truco infalible para distinguir a los españoles, que no a los hispanoablantes. Son los que, al recorrer mi pasillo derecho en dirección a la cola del avión, no pueden evitar girar la cabeza por un nanosegundo para echar un vistazo a la Torroja, que viaja con su hija y su pareja dos filas más adelante. Entre ellas, una pelirroja de piel clara, que -a esas alturas lo encuentro evidente- se ha casado con un estadounidense, gordita, muy mona, que me recuerda a una ex-amiga mía, hispanoamericana también, y que pasea a un bebé en brazos.
La Torroja ha quedado muy bien. La veo mona y me parece una chavalilla cualquiera con su flequillo juguetón y sus mechas. Además, el novio, o marido, o lo que sea se ve más joven que ella y se enrolla con la niña. La niña no se parece a nadie, pero yo dentro de tres años me enteraré de que es adoptada o algo así.
Que la Torroja vaya dos filas por delante de mi asiento es un asunto que da para dos lecturas, las dos igual de maniqueas: O yo estoy forrao, o la vieja estrella es una tacaña. Así voy meditando parte del viaje, preguntándome por qué no ha cogido un vuelo directo, por qué se somete a una penosa escala y por qué, al menos, no viaja en preferente. Luego reparo en que ella no hizo tanta pasta como los hermanos Cano; también hago propósito de investigar quién compuso el hit ese de "Duele el amor" o como se llamara, porque creo que, en proporción, he oído más veces esa insoportable cantinela que "Hoy no me puedo levantar", pero paso, no lo voy a hacer. Allá ella con su clase turista.
Una americana rubia o pelirroja que inicia su post adolescencia arroja un bolso blanco pesado sobre mis pies. Doy un respingo, abro los ojos y la miro, pero ella pasa. Es la clásica americana que ha elegido ser gorda. Cuando abre la bandeja para poner sus cosas, yo acabo de hacer lo mismo y la he deslizado hacia mí por los raíles. Ella no puede acercársela. Disimula orgullosamente y se pone a jugar con el i-Phone hasta que una azafata nos entrega los papeles para el control de pasaportes.
La americana pelirroja o rubia pide un boli y la azafata se excusa; entonces, la post-adolescente rebusca en su bolso, a ver si, de casualidad, encuentra alguno. No sólo no está definido el color de su pelo, sino que no acierto a comprender si es vaga, rara o más tacaña que la Torroja cuando saca un estuche lleno de, al menos, dieciséis rotuladores de punta fina. Me quedo como a la expectativa, claro, porque yo también he de rellenar mi papelito, pero la chica coge el negro, cierra la cremallera del estuche y lo guarda sin tan siquiera mirarme.
Le caigo mal. Cuando nos pasan cosas así de pequeños, las madres o abuelas nos dan la explicación: "Eso es que le gustas". Será eso. Le gustaré. Es mucho más divertido pensar que le gusto que cogerle ojeriza y crear una situación aún más incómoda.
Esto me lleva a meditar sobre la cantidad de sexo que puede llegar a flotar en una concentración semejante de personas, donde los codos chocan mientras se trocea un filete y los olores de mis guisantes y los de la rubia-pelirroja se fusionan inevitablemente; un entorno donde nunca faltan muchachos que fantasean con la posibilidad de enamorarse -no es mi caso- de la compañera de butaca, qué casualidad, hombre, que nos ha tocado juntos. Sí, un avión de largo recorrido es un lugar muy sexual, definitivamente; aunque mis conjeturas son sólo teóricas, porque yo no encuentro nada que me remueva mínimamente la libido.
La post-adolescente ha terminado, pero yo estoy en guardia porque sé que no me va a ofrecer el rotulador. En efecto, la paro a tiempo, cuando se está agachando a guardarlo. Alarga el brazo sin mirarme y yo le doy las gracias sonriendo, a ver si lo pilla. Luego no lo guarda, sino que saca un bloc de dibujo, el resto de los rotuladores y se pone a retocar su colección de dibujos de dinosaurios. El mundo existe, sí.
El viaje ha avanzado y, definitivamente, la costra de mierda que llevaba en la palma de la mano desde Barajas, fruto, si no me equivoco, de un café de esos repugnantes que ponen ahora por cuatro euros, se ha quedado para siempre. Reconozco que no he sido capaz de pedirle paso a mi vecina para poder visitar el baño, con lo cual cabe la posibilidad de que haya alimentado accidentalmente un círculo vicioso: le daba asco mi mano marrón, ergo yo; como el aspecto no ha parado de empeorar, todo se ha hecho más difícil. Aún así, sigo pensando que se ha enamorado de mí.
Al aterrizar en Filadelfia, oiré cómo la Torroja dice: "¡A correr, venga!". Definitivamente, tienen enlace. La veré una vez más, fuertemente reprendida por un agente por dividirse la familia en dos colas separadas. Me hace gracia, pero es algo que le puede pasar a cualquiera y pienso en la perversa y alevosa mente humana, en cómo cualquier paisano que pasara por allí se encargaría luego, no sólo de contar, sino de amplificar los hechos, de decir que la Torroja montó un pollo, que lloró, se tiró del pelo, se puso en huelga de hambre y Willy Toledo apareció para decirle que aguantara, y de que hubo que reducirla entre varios negros. Nada de eso ocurrió, por si acaso les llegara... feedback...
Bastante antes, cuando estaba ensimismado mirando un mar de nubes de esas que te mueres por tocar, había notado un dedito en el hombro -tic, tic- porque mi amiga no podía abrir el paquete de saladitos que nos acababan de dar. Primero me desprecia; ahora me pide ayuda. Está claro y no, no me importa ayudar a una muchacha que, definitivamente, está enamorada de mí. Escondiendo mi mano izquierda todo lo que puedo, se lo abro. Es lo mínimo.
De todos modos, yo tengo un truco infalible para distinguir a los españoles, que no a los hispanoablantes. Son los que, al recorrer mi pasillo derecho en dirección a la cola del avión, no pueden evitar girar la cabeza por un nanosegundo para echar un vistazo a la Torroja, que viaja con su hija y su pareja dos filas más adelante. Entre ellas, una pelirroja de piel clara, que -a esas alturas lo encuentro evidente- se ha casado con un estadounidense, gordita, muy mona, que me recuerda a una ex-amiga mía, hispanoamericana también, y que pasea a un bebé en brazos.
La Torroja ha quedado muy bien. La veo mona y me parece una chavalilla cualquiera con su flequillo juguetón y sus mechas. Además, el novio, o marido, o lo que sea se ve más joven que ella y se enrolla con la niña. La niña no se parece a nadie, pero yo dentro de tres años me enteraré de que es adoptada o algo así.
Que la Torroja vaya dos filas por delante de mi asiento es un asunto que da para dos lecturas, las dos igual de maniqueas: O yo estoy forrao, o la vieja estrella es una tacaña. Así voy meditando parte del viaje, preguntándome por qué no ha cogido un vuelo directo, por qué se somete a una penosa escala y por qué, al menos, no viaja en preferente. Luego reparo en que ella no hizo tanta pasta como los hermanos Cano; también hago propósito de investigar quién compuso el hit ese de "Duele el amor" o como se llamara, porque creo que, en proporción, he oído más veces esa insoportable cantinela que "Hoy no me puedo levantar", pero paso, no lo voy a hacer. Allá ella con su clase turista.
Una americana rubia o pelirroja que inicia su post adolescencia arroja un bolso blanco pesado sobre mis pies. Doy un respingo, abro los ojos y la miro, pero ella pasa. Es la clásica americana que ha elegido ser gorda. Cuando abre la bandeja para poner sus cosas, yo acabo de hacer lo mismo y la he deslizado hacia mí por los raíles. Ella no puede acercársela. Disimula orgullosamente y se pone a jugar con el i-Phone hasta que una azafata nos entrega los papeles para el control de pasaportes.
La americana pelirroja o rubia pide un boli y la azafata se excusa; entonces, la post-adolescente rebusca en su bolso, a ver si, de casualidad, encuentra alguno. No sólo no está definido el color de su pelo, sino que no acierto a comprender si es vaga, rara o más tacaña que la Torroja cuando saca un estuche lleno de, al menos, dieciséis rotuladores de punta fina. Me quedo como a la expectativa, claro, porque yo también he de rellenar mi papelito, pero la chica coge el negro, cierra la cremallera del estuche y lo guarda sin tan siquiera mirarme.
Le caigo mal. Cuando nos pasan cosas así de pequeños, las madres o abuelas nos dan la explicación: "Eso es que le gustas". Será eso. Le gustaré. Es mucho más divertido pensar que le gusto que cogerle ojeriza y crear una situación aún más incómoda.
Esto me lleva a meditar sobre la cantidad de sexo que puede llegar a flotar en una concentración semejante de personas, donde los codos chocan mientras se trocea un filete y los olores de mis guisantes y los de la rubia-pelirroja se fusionan inevitablemente; un entorno donde nunca faltan muchachos que fantasean con la posibilidad de enamorarse -no es mi caso- de la compañera de butaca, qué casualidad, hombre, que nos ha tocado juntos. Sí, un avión de largo recorrido es un lugar muy sexual, definitivamente; aunque mis conjeturas son sólo teóricas, porque yo no encuentro nada que me remueva mínimamente la libido.
La post-adolescente ha terminado, pero yo estoy en guardia porque sé que no me va a ofrecer el rotulador. En efecto, la paro a tiempo, cuando se está agachando a guardarlo. Alarga el brazo sin mirarme y yo le doy las gracias sonriendo, a ver si lo pilla. Luego no lo guarda, sino que saca un bloc de dibujo, el resto de los rotuladores y se pone a retocar su colección de dibujos de dinosaurios. El mundo existe, sí.
El viaje ha avanzado y, definitivamente, la costra de mierda que llevaba en la palma de la mano desde Barajas, fruto, si no me equivoco, de un café de esos repugnantes que ponen ahora por cuatro euros, se ha quedado para siempre. Reconozco que no he sido capaz de pedirle paso a mi vecina para poder visitar el baño, con lo cual cabe la posibilidad de que haya alimentado accidentalmente un círculo vicioso: le daba asco mi mano marrón, ergo yo; como el aspecto no ha parado de empeorar, todo se ha hecho más difícil. Aún así, sigo pensando que se ha enamorado de mí.
Al aterrizar en Filadelfia, oiré cómo la Torroja dice: "¡A correr, venga!". Definitivamente, tienen enlace. La veré una vez más, fuertemente reprendida por un agente por dividirse la familia en dos colas separadas. Me hace gracia, pero es algo que le puede pasar a cualquiera y pienso en la perversa y alevosa mente humana, en cómo cualquier paisano que pasara por allí se encargaría luego, no sólo de contar, sino de amplificar los hechos, de decir que la Torroja montó un pollo, que lloró, se tiró del pelo, se puso en huelga de hambre y Willy Toledo apareció para decirle que aguantara, y de que hubo que reducirla entre varios negros. Nada de eso ocurrió, por si acaso les llegara... feedback...
Bastante antes, cuando estaba ensimismado mirando un mar de nubes de esas que te mueres por tocar, había notado un dedito en el hombro -tic, tic- porque mi amiga no podía abrir el paquete de saladitos que nos acababan de dar. Primero me desprecia; ahora me pide ayuda. Está claro y no, no me importa ayudar a una muchacha que, definitivamente, está enamorada de mí. Escondiendo mi mano izquierda todo lo que puedo, se lo abro. Es lo mínimo.