Corrección crítica
Estas dos semanas he estado cubriendo eventualmente el Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz. Digo eventualmente porque mi presencia en un evento que no domino para nada es debida a la baja de una compañera aquejada de una lumbalgia. Yo, que tengo hernia discal, no puedo no solidarizarme con ella.
El caso es que, como queda dicho, uno sabe de teatro bien poco, por lo que se ha acercado al par de obras que hasta ahora ha tenido que cronicar desde un punto de vista bastante inocente y espontáneo, que es lo mejor que se puede hacer en estos casos... y en todos...
El miércoles me tocó seguir a uno de los buques insignias de esta edición del FIT, la compañía La Zaranda, de Jerez. Una especie de "camarones" del teatro, me dijo alguien que sabe algo más de esto. Esto es, una compañía que, hablando de temas muy locales, muy andaluces, se ha convertido en universal y goza de prestigio mundial.
Bien. La ignorancia tiene un factor positivo, y es que a uno no le acaba de impresionar este tipo de informaciones porque no deja de sentirse ajeno al mundillo.
Aun así, asumo el hecho de escribir de esta obra como una gran responsabilidad y me inquieto un poco.
Una vez vista la función, todo resulta más llevadero de lo que cabría esperar y, cuando me doy cuenta, ya he consumido el espacio asignado. Veo que no me da para comentar algo que me llamó poderosamente la atención: Siendo, como es, una obra de teatro "serio", escenificada por una compañía respetadísima, una tragicomedia que abunda en el concepto de podredumbre moral de la sociedad actual, yo encuentro, dentro del abanico de influencias que muestra el grupo sobre las tablas, una muy local, la del cuarteto carnavalesco. Me conformo con lo que ya he escrito y no pienso más en el tema. Cuelgo la crónica al final para quien le pueda interesar.
Más tarde me encuentro con un compañero, alguien que también sabe algo más que yo de todo esto. Le comento algunas de las impresiones que me causó la obra, pero cuando me refiero al influjo carnavalesco, abre unos ojos como platos y suspira aliviado: "¡Menos mal que no lo has escrito! ¡Si no, mañana tenemos a todo el establishment revuelto!". Y aquí es donde yo quería llegar.
He escrito de teatro sin ningún complejo. Siendo consciente de mis limitaciones, pero sin ningún interés por quedar ni mal ni bien, puesto que no es mi terreno y será difícil que lo vuelva a hacer, y ello probablemente me haya permitido tener la mente mucho más abierta y fresca que cuando escribo de música.
Me apena. No es que escribir por encargo desluzca el resultado por el hecho de que sea una obligación. Demasiado simplista. Lo que verdaderamente ocurre es que cuando vamos firmando con regularidad, vamos creando una personalidad (algunos, un personaje) en la sombra a la que, de manera instintiva, se tiende a ser fiel, a no traicionar, funcionando ésta como un programa informático en segundo plano del que salta una ventana cuando detecta alguna anomalía en el PC.
Esa personalidad está conformada por una especie de nota media obtenida, principalmente, con dos factores: nuestro propio historial, es decir, los temas que hemos tratado, cómo los hayamos afrontado, pero también lo que queremos llegar a ser, la idea que tengamos de cómo nos gustaría que fuera nuestro futuro de, en este caso, crítico/periodista musical, nuestras aspiraciones y anhelos y los modelos a los que nos gustaría tender a parecernos.
Ese pasado y ese futuro conforman una intrincada tela de araña que atenaza la frescura y la libertad de movimientos de los inicios.
Si una persona se quiere dedicar a una actividad de este tipo al ciento por ciento, al principio será el porvenir el que le provoque el tembleque de la muñeca. Cuando la persona es experta, será su propio bagaje su mayor lastre, el ser fiel a sí mismo, el miedo a cambiar de opinión o matizarla -un auténtico mal de nuestro tiempo, impropio de una sociedad democrática por otra parte. Para explicarlo de manera gráfica, imaginen un muñeco andando por una línea recta, donde el pasado queda en el extremo izquierdo y el futuro en el derecho. A medida que ande, irá despojándose del miedo al futuro, pero tendrá a su espalda un enorme peso del pasado.
Me gustaría recuperar la tranquilidad de cuando empecé con este blog hace dos años... ¿Quizá debería seguir escribiendo de teatro...?
REALIDAD Y DESTINO: EL RUIDO CON LA BOCA
Puntuación · · ·
LOS QUE RÍEN LOS ÚLTIMOS
Compañía: La Zaranda (Teatro Inestable de Andalucía la Baja). Dirección: Paco de La Zaranda. Espacio escénico: Paco de La Zaranda. Textos e iluminación: Eusebio Calonge. Intérpretes: Gaspar Campuzano, Enrique Bustos y Francisco Sánchez. Voz jefe de pista: José Pedro Carrión. Fotografía: Gutiérrez Tamayo. Cartel: Gustavo Ferrari. Lugar y día: Gran Teatro Falla. Miércoles, 24 de octubre de 2007.
Los cómicos. Singular y casi extinta estirpe de artistas cuya idiosincrasia muchos conocimos gracias a "El viaje a ninguna parte". Si en la histórica película se situaba la decadencia de esa forma de vida hacia la posguerra civil, ¿qué ojos pondría Don Arturo Galván, el personaje encarnado por Fernán-Gómez, al mirar cara a cara hoy a los responsables de programar nuestros ratos de ocio si, la sola presencia de Solís, el peliculero, le llevaba a perder el control sobre sí mismo?
Como coartada para llevar a cabo su propio breviario de podredumbre, La Zaranda utiliza el vehículo más a mano con el que cuenta. El ocaso de una manera de entender el humor, el espectáculo, el entretenimiento, así como la irreversible pérdida de la inocencia y la intolerable sustitución de estímulos cognitivos por impulsivos. “Ya no hay niños que sepan reírse... Sólo hacen ruido con la boca” –proclaman quejosamente los Hermanos Zarandini.
Por el escenario se pasean los fantasmas de Charlie Rivel o Marcel Marceau, cuyas carreras tuvieron la fortuna de desarrollarse en una sociedad más receptiva con la sutileza que con el efectismo obsceno y alienante. La obra de La Zaranda es, de hecho, un compendio de clasicismo. Prueba de ello es el acopio de roles que hace cada miembro del trío: el presunto sensato, por Enrique Bustos, el veterano y resignado guardián de la memoria, de Gaspar Campuzano, y el donaire, tan certeramente personificado en la piel de Francisco Sánchez.
El espectáculo ofreció escenas para retener en la memoria por su plasticidad, a veces plena de ensoñación, como cuando los hermanos emprenden el viaje en motocarro tras varios intentos por arrancar éste, una imagen que entronca con la vanguardia dadá y surrealista.
"La descomposición preside las leyes de la vida: más cercanos a nuestro polvo que lo están al suyo los objetos inanimados, sucumbimos ante ellos y corremos hacia nuestro destino bajo la mirada de las estrellas aparentemente indestructibles." La cita, de E. M. Cioran, encierra toda la angustia concentrada en una áspera hora y media de teatro, cuando los Zandarini no sólo se percatan de que jamás podrán escapar de la basura, sino también de que ésta sobrevivirá mucho tiempo a ellos y a lo que su humilde obra y la de cinco generaciones atrás haya podido aportar al mundo.
El caso es que, como queda dicho, uno sabe de teatro bien poco, por lo que se ha acercado al par de obras que hasta ahora ha tenido que cronicar desde un punto de vista bastante inocente y espontáneo, que es lo mejor que se puede hacer en estos casos... y en todos...
El miércoles me tocó seguir a uno de los buques insignias de esta edición del FIT, la compañía La Zaranda, de Jerez. Una especie de "camarones" del teatro, me dijo alguien que sabe algo más de esto. Esto es, una compañía que, hablando de temas muy locales, muy andaluces, se ha convertido en universal y goza de prestigio mundial.
Bien. La ignorancia tiene un factor positivo, y es que a uno no le acaba de impresionar este tipo de informaciones porque no deja de sentirse ajeno al mundillo.
Aun así, asumo el hecho de escribir de esta obra como una gran responsabilidad y me inquieto un poco.
Una vez vista la función, todo resulta más llevadero de lo que cabría esperar y, cuando me doy cuenta, ya he consumido el espacio asignado. Veo que no me da para comentar algo que me llamó poderosamente la atención: Siendo, como es, una obra de teatro "serio", escenificada por una compañía respetadísima, una tragicomedia que abunda en el concepto de podredumbre moral de la sociedad actual, yo encuentro, dentro del abanico de influencias que muestra el grupo sobre las tablas, una muy local, la del cuarteto carnavalesco. Me conformo con lo que ya he escrito y no pienso más en el tema. Cuelgo la crónica al final para quien le pueda interesar.
Más tarde me encuentro con un compañero, alguien que también sabe algo más que yo de todo esto. Le comento algunas de las impresiones que me causó la obra, pero cuando me refiero al influjo carnavalesco, abre unos ojos como platos y suspira aliviado: "¡Menos mal que no lo has escrito! ¡Si no, mañana tenemos a todo el establishment revuelto!". Y aquí es donde yo quería llegar.
He escrito de teatro sin ningún complejo. Siendo consciente de mis limitaciones, pero sin ningún interés por quedar ni mal ni bien, puesto que no es mi terreno y será difícil que lo vuelva a hacer, y ello probablemente me haya permitido tener la mente mucho más abierta y fresca que cuando escribo de música.
Me apena. No es que escribir por encargo desluzca el resultado por el hecho de que sea una obligación. Demasiado simplista. Lo que verdaderamente ocurre es que cuando vamos firmando con regularidad, vamos creando una personalidad (algunos, un personaje) en la sombra a la que, de manera instintiva, se tiende a ser fiel, a no traicionar, funcionando ésta como un programa informático en segundo plano del que salta una ventana cuando detecta alguna anomalía en el PC.
Esa personalidad está conformada por una especie de nota media obtenida, principalmente, con dos factores: nuestro propio historial, es decir, los temas que hemos tratado, cómo los hayamos afrontado, pero también lo que queremos llegar a ser, la idea que tengamos de cómo nos gustaría que fuera nuestro futuro de, en este caso, crítico/periodista musical, nuestras aspiraciones y anhelos y los modelos a los que nos gustaría tender a parecernos.
Ese pasado y ese futuro conforman una intrincada tela de araña que atenaza la frescura y la libertad de movimientos de los inicios.
Si una persona se quiere dedicar a una actividad de este tipo al ciento por ciento, al principio será el porvenir el que le provoque el tembleque de la muñeca. Cuando la persona es experta, será su propio bagaje su mayor lastre, el ser fiel a sí mismo, el miedo a cambiar de opinión o matizarla -un auténtico mal de nuestro tiempo, impropio de una sociedad democrática por otra parte. Para explicarlo de manera gráfica, imaginen un muñeco andando por una línea recta, donde el pasado queda en el extremo izquierdo y el futuro en el derecho. A medida que ande, irá despojándose del miedo al futuro, pero tendrá a su espalda un enorme peso del pasado.
Me gustaría recuperar la tranquilidad de cuando empecé con este blog hace dos años... ¿Quizá debería seguir escribiendo de teatro...?
REALIDAD Y DESTINO: EL RUIDO CON LA BOCA
Puntuación · · ·
LOS QUE RÍEN LOS ÚLTIMOS
Compañía: La Zaranda (Teatro Inestable de Andalucía la Baja). Dirección: Paco de La Zaranda. Espacio escénico: Paco de La Zaranda. Textos e iluminación: Eusebio Calonge. Intérpretes: Gaspar Campuzano, Enrique Bustos y Francisco Sánchez. Voz jefe de pista: José Pedro Carrión. Fotografía: Gutiérrez Tamayo. Cartel: Gustavo Ferrari. Lugar y día: Gran Teatro Falla. Miércoles, 24 de octubre de 2007.
Los cómicos. Singular y casi extinta estirpe de artistas cuya idiosincrasia muchos conocimos gracias a "El viaje a ninguna parte". Si en la histórica película se situaba la decadencia de esa forma de vida hacia la posguerra civil, ¿qué ojos pondría Don Arturo Galván, el personaje encarnado por Fernán-Gómez, al mirar cara a cara hoy a los responsables de programar nuestros ratos de ocio si, la sola presencia de Solís, el peliculero, le llevaba a perder el control sobre sí mismo?
Como coartada para llevar a cabo su propio breviario de podredumbre, La Zaranda utiliza el vehículo más a mano con el que cuenta. El ocaso de una manera de entender el humor, el espectáculo, el entretenimiento, así como la irreversible pérdida de la inocencia y la intolerable sustitución de estímulos cognitivos por impulsivos. “Ya no hay niños que sepan reírse... Sólo hacen ruido con la boca” –proclaman quejosamente los Hermanos Zarandini.
Por el escenario se pasean los fantasmas de Charlie Rivel o Marcel Marceau, cuyas carreras tuvieron la fortuna de desarrollarse en una sociedad más receptiva con la sutileza que con el efectismo obsceno y alienante. La obra de La Zaranda es, de hecho, un compendio de clasicismo. Prueba de ello es el acopio de roles que hace cada miembro del trío: el presunto sensato, por Enrique Bustos, el veterano y resignado guardián de la memoria, de Gaspar Campuzano, y el donaire, tan certeramente personificado en la piel de Francisco Sánchez.
El espectáculo ofreció escenas para retener en la memoria por su plasticidad, a veces plena de ensoñación, como cuando los hermanos emprenden el viaje en motocarro tras varios intentos por arrancar éste, una imagen que entronca con la vanguardia dadá y surrealista.
"La descomposición preside las leyes de la vida: más cercanos a nuestro polvo que lo están al suyo los objetos inanimados, sucumbimos ante ellos y corremos hacia nuestro destino bajo la mirada de las estrellas aparentemente indestructibles." La cita, de E. M. Cioran, encierra toda la angustia concentrada en una áspera hora y media de teatro, cuando los Zandarini no sólo se percatan de que jamás podrán escapar de la basura, sino también de que ésta sobrevivirá mucho tiempo a ellos y a lo que su humilde obra y la de cinco generaciones atrás haya podido aportar al mundo.